Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



domingo, 2 de diciembre de 2012

Ensayo y error

Hoy mi padre se está retrasando mucho más de lo que en él es habitual. Miro el reloj y para mi desgracia son ya casi las siete y media de la tarde. Así que lo hago es salir de la habitación en la que me encuentro y dirigirme hacia la ventana del comedor mientras pienso: «Como se retrase mucho más todo mi plan se va a ir al garete». Ya en el comedor me veo a mi mismo descorriendo las cortinas y buscando a mi padre entre un montón de cosas que hay abajo en la calle: coches de diferentes formas, tamaños y colores aparcados por todas partes, niños también de todas las formas, tamaños y colores que corretean por el parque levantando a su paso un montón de polvo, una señora con un cesto de la compra en la mano que se da perfecta cuenta de mi presencia en la ventana y levanta la vista tropezándose así con la mía. Pero lo que se dice de mi padre, ni rastro. Cierro las cortinas y como dando un paso hacía atrás, vuelvo a pensar en la señora del cesto en la mano, así que me digo: «Ojala esa mujer no haya llegado a la terrible conclusión de que la estaba observando a ella» pero tal pensamiento a su vez no consigue evitar de ningún modo que me sienta algo culpable, sino que sucede más bien todo lo contrario. Es decir, quizá por el solo hecho de haberlo pensado y por tanto haberlo hecho en cierto modo posible, me siento ahora mucho más culpable que nunca. Entonces mi madre desde la cocina parece que quiere decirme algo que en principio no entiendo. Me acerco. Me la encuentro peligrosamente subida en un taburete sosteniendo con una mano lo que parece ser una brocha, mientras que con la otra, con su mano izquierda se entiende, sostiene con una precaria seguridad el bote del cual deduzco que va cogiendo la pintura que va necesitando para continuar así con su labor. Su objetivo, al parecer, es hacer desaparecer unas extrañas manchas marrones que han aparecido en el techo como fantasmas, aunque también podría ser vuelvo a pensar a continuación, que quizás tales manchas ya estaban ahí y que he sido yo quien tan poco observador como siempre, no había reparado en su presencia a pesar de haber entrado y salido de la cocina más de cien veces ese mismo día. Sea como fuere lo que sí parece incuestionable es que mi madre lleva un pañuelo azul a forma de protector que le cubre la cabeza, pero no así el suelo el cual está todo cubierto de “lamparones” tal y como ella suele denominar cualquier tipo de mancha que haya en el suelo. Yo para más información tengo quince años, y lo que mi madre quería decirme lo repite ahora con una extraña insistencia: «Te he dicho que no te preocupes, que sabe que lo estas esperando, y que llegará tan pronto como le sea posible». Sin embargo y no contento con la respuesta que mi madre me ofrece, vuelvo sobre mis propios pasos y de una forma tan perfectamente inversa además, que para cuando quiero darme cuenta ya estoy descorriendo las cortinas de nuevo. Nada, mi padre sigue sin aparecer así que en esta ocasión me veo obligado a decirme: «Bueno, siéntate en el sofá y tranquilízate un poco. Llegará cuando menos te lo esperes». Obedezco. Estoy sentado en el sofá y por un momento y sin que lo pueda remediar, me viene a la cabeza la terrible idea de que mi padre va a llegar tarde por algo, por ejemplo, porque los han obligado a quedarse a echar hormigón o algo así. Tal hecho provoca a su vez que al menos momentáneamente me venga abajo de un modo irremediable; mis miembros se destensan y se tensan a la vez sin que parezcan seguir lógica alguna. Intento en vano separar mis pensamientos positivos de otros que no lo son tanto. Observo el vuelo esquizofrénico de una mosca que no parece que tenga muy claro cuál es el siguiente objetivo a seguir. Afortunadamente para mí sin embargo, ahora las cortinas están cerradas, y nadie, salvo mi madre, puede ver lo triste y confuso que estoy. Me recupero. El motivo de mi mejora es que he escuchado el ruido de un coche que se aproxima: «Quizá ahora sí que sea él» me digo de repente y dando un salto en dirección a la ventana, pero cuando aún sin haber tenido tiempo de asomarme y comprobarlo por mi mismo, comprendo que dicho coche va a demasiada velocidad como para detenerse justo delante de mi casa, entonces también comprendo que ya ni siquiera tiene sentido mirar a través de la ventana y exponerme con ello a que alguien me pueda volver a ver. Además, yo creo saber reconocer perfectamente el sonido que produce el motor del coche del amigo y compañero de mi padre, y ahora que lo pienso, este no tiene nada que ver pues se trata sin duda de un coche más moderno y por tanto menos ruidoso. En fin, decido volver a mi habitación algo penumbroso y de tal forma además, que me veo incapacitado para hacer cualquier otra cosa que no sea tumbarme sobre la cama boca arriba, cerrar los ojos como el que apaga la luz, e inmediatamente después empezar a imaginar. El procedimiento escogido esta vez es el de poner mis pensamientos en la boca de otras personas que ni siquiera conozco, o que ni mucho menos se donde se encuentran porque simplemente no parecen estar en ningún sitio en concreto (no tienen cara!!!), pero de las cuales y por el motivo que sea, en cambio sí poseo la capacidad de escuchar todo cuanto dicen sobre mí: «¿Has visto que chico más guapo?» pregunta alguien con voz de chica «No, no, no es guapo» responde a su vez otra chica que no tiene cara o que sí la tiene pero que por el motivo que sea yo soy incapaz de distinguir «Es sólo que parece que tenga algo especial, un “algo” que no se puede ver a simple vista y menos aún explicar con palabras». Abro los ojos. Cojo un trozo de papel que arranco de una libreta que encuentro sobre la mesita de noche y un bolígrafo en el cual se puede leer en unas letras azules y rojas: «F.C. Barcelona, Campeón de Liga 90 - 91» y con ellos empiezo a redactar una lista de cosas que no debo olvidar de ningún modo: tres pares de tejanos, calzoncillos, calcetines, bambas, zapatos, bañador, un libro de viajeros del tiempo aunque todavía no me gusta leer, etc, etc. Pero es precisamente entonces cuando me interrumpe un sonido seco parecido al que produce la puerta al cerrarse, así que dejo todo cuanto estoy haciendo e intento averiguar qué es lo que está ocurriendo. En efecto, alguien ha entrado en casa y de tal modo además, que creo distinguir la voz de un hombre y una mujer que discuten a media voz sobre algo, posiblemente sobre mí, pues de entre todas las cosas que dicen creo reconocer primero la palabra “el niño”, y después y en un tono un tanto condescendiente, la frase: «Bueno, no te preocupes, ya sabes como es». Salgo de mi habitación y me dirijo hacia la cocina ¿Quién será? Me pregunto mientras camino a grandes pasos. ¿Alguno de mis hermanos, mi tío, mi padre, mi primo? La respuesta, sin embargo, no tarda en llegar: es mi hermano el mayor que viene a recoger algo acompañado por un amigo, y que mira tú que casualidad, antes de pasar a su habitación se ha detenido a hablar con mi madre un momento, conversación que a su vez, les ha llevado a hablar de “mi plan” y del estado de nervios en el cual según ellos me encuentro. A mí personalmente lo que me molesta de todo este asunto no es que hablen de mi plan hasta ese momento calificado como secreto, sino que lo hagan delante de una persona que podría sacar conclusiones erróneas sobre mi forma de ser. Es decir, que saque una conclusión acertada de cómo soy en realidad; hipersensible, vulnerable, débil, de carácter asmático, increíblemente egoísta, etc. El resultado de todo ello es que tan pronto entro en la cocina todos me miran a la vez; el amigo de mi hermano por ejemplo, se llama L, me da un pequeño golpe en la espalda como diciéndome «Tranquilo chaval, que no pasa nada», mientras que mi hermano en cambio me mira y sonríe, y aunque tampoco me dice nada en concreto que me permita averiguar cuál es su verdadera opinión sobre el asunto que nos ocupa, lo cierto es que sí parece insinuar con cada uno de sus gestos: «Haz lo que quieras, pero que sepas que estás cometiendo un grave error». Mi madre por su parte tampoco dice nada y se limita a continuar con su labor en cuanto todos empezamos a salir de la cocina.

En cuanto a mí y una vez hecha una primera estimación de mi estado de ánimo, caigo en la cuenta de que me siento más triste y apenado que antes, y además, que empiezo también a contemplar la posibilidad de que efectivamente así sea, y por tanto y tal y como asegura mi hermano, esté cometiendo un error irreversible. Sin embargo tal pensamiento viene a enlazarse entonces con otro mucho mayor y que acaba por adquirir la forma de algo similar a un flotador: «Desde luego, cabe la posibilidad de que me esté equivocando y que una vez haya puesto mi plan en práctica, acabe por darme cuenta de que efectivamente me he equivocado, que todos ellos estaban en lo cierto cuando decían lo que decían, hecho que vendría a demostrar mi falta de experiencia y sensatez, o quizás y ya en un plano más general, incluso un exceso de egoísmo ya que estoy tomando una decisión que atañe a todos de forma unilateral. Pero ¿Y qué diría “él” de todo esto? O ¿Alguien se ha parado a pensar en cuál sería su opinión si por un momento el pobrecillo tuviese la capacidad de hablar, de explicarnos con detalle qué es lo que realmente opina sobre todo el asunto? No, desde luego que no me justifico al final, pero en cambio yo sí que lo he hecho. Aún más: he pasado largas horas a su lado y he visto sus ojos de modo que se lo que significan esas pequeñas miradas negras. Como también sé lo que significan tal cantidad de movimientos por segundo: que se muere de pena por encontrarse en la situación en la que se encuentra, y que su única ambición en esta vida es la de ser libre, comenzar una nueva vida, y olvidar cuanto antes esa lamentable fase de su existencia. Pero no, continúo diciéndome. Todos ellos no sólo no han contemplado esa posibilidad, sino que ni siquiera la consideran como una posibilidad propiamente dicha. Lo que sí han hecho en cambio es establecer una serie de argumentos los cuales aseguran cimentar sobre la experiencia, sobre una especie de conocimiento adquirido del cual a pesar de mis preguntas no saben precisar su origen, que justifiquen (y además lo hacen todos a la par, algo así como si hubiesen participado todos en una reunión secreta en la cual habrían marcado después una serie de pautas a seguir) y no sólo justifiquen, sino que también tapien el acceso a cualquier otra opinión diferente de la suya (la mía sin ir más lejos) con lo cual lo que acaban consiguiendo es primero que yo me sienta inevitablemente culpable por lo que quiero hacer ya que nadie me apoya con respecto a la decisión que he decidido tomar, y en segundo lugar, que ellos y pase lo que pase después, siempre se puedan escudar tras la famosa y terrible frase de: «Te lo advertimos pero no nos quisiste escuchar» Conclusión: los cobardes y egoístas son ellos y no yo, y no sólo eso, sino que además les voy a demostrar que tengo razón, que mi amplitud de miras es mucho mayor que la suya, y desde luego que mi decisión es mucho más democrática, justa, y en definitiva más beneficiosa para todos (y cuando digo todos quiero decir todos) que la suya. Pero es después y como si cada uno de mis pensamientos viniese entonces a aplastar al anterior, cuando pienso que de la misma manera que yo creo que siguiendo todo recto por mi “camino” jamás nos encontraríamos con una sola contradicción, ellos a su manera también deben haber pensado lo mismo aunque desde el otro lado, del lado opuesto, de lo que se deduciría a su vez que o bien hay dos caminos paralelos que conducen a una misma verdad, o más bien y es esta última opción es por la cual yo me decanto a falta de otra mejor, que ninguno de los dos caminos conduce de una forma directa a la verdad. Dejo de pensar. Lo que sí hago por el contrario es volver a mi habitación, de tal modo que empiezo a poner mis cosas en orden y a agruparlas bajo el criterio de “lo que simplemente son”: los calzoncillos con los calzoncillos, los pantalones con los pantalones, los calcetines con los calcetines, etc., etc. Pero es sólo cuando he acabado con dicha tarea organizativa cuando me doy cuenta de que me siento mucho mejor, infinitamente más tranquilo, así que esta vez la pregunta derivada de mi acción es la siguiente: ¿Pero por qué? ¿Por qué el hecho de poner unas simples prendas de vestir en orden me hace sentir mucho mejor? Las asociaciones de ideas empiezan entonces a dejarse ver a la velocidad del rayo: tengo el pelo rizado y sin embargo cuando me peino, hago todo lo posible por alisarlo, por acabar con todo ese “desorden”. Siguiente pregunta: ¿Surge por tanto todo ese deseo de alineación, de organización, de un simple motivo estético, es decir, del hecho de que yo considere que estoy más guapo con el pelo liso que con el pelo rizado? No, no sé por qué pero algo en mi interior me dice no es así pues de ser esa la explicación que lo circunvalara todo actuaría siempre del mismo modo cosa que ni mucho menos hago, hecho que me lleva a su vez a tropezarme casi sin querer con la solución: puesto que no siempre actúo del mismo modo ni mucho menos aplico tal carácter “estético” a todos los ámbitos de mi vida sino que más bien sucede casi todo lo contrario, es decir, más bien me considero una persona sumamente desorganizada, caótica y desaliñada, cabe suponer que precisamente por eso es por lo que lo hago, esto es, por la necesidad de empezar a cuadricular mis sentimientos, definir mis emociones, y en última instancia, por clasificar, estetizar y controlar todo aquello que pasa tanto dentro como fuera de mi cabeza. En definitiva, por compensar. Pero es justo en ese momento cuando me veo obligado a abandonar mis cavilaciones pues desde el otro lado de la puerta oigo llegar perfectamente claras y como envueltas en papel de celofán, las palabras de mi padre que esta vez sí de una forma inequívoca dicen: «Al niño dejadlo en paz, si él quiere hacerlo que lo haga y no se hable más». Así que salgo de la habitación y me dirijo a toda prisa hacia él con tanta emoción, con tanta determinación, que cuando por fin me hallo frente a él, resulta que me veo casi obligado a disimular mi auténtico estado de ánimo (pues considero que es excesivo) y hundirlo en mis profundidades: «¿Qué?» me dice apoyando su mano de gigante sobre mis hombros de enano «¿Vamos?». Sí, le respondo. A lo que después añado y esperando desde luego que me responda que no: «Mira papá que si estás muy cansado lo hago yo solo eh».

Uno junto al otro nos dirigimos hacia el balcón. Lo observamos. “Él” nos mira a nosotros y por un momento yo me siento igual de feliz, es decir, de una felicidad parecida, a la que creo yo que debió sentir Dios cuando creó al hombre y después lo echó a correr. Mi padre en cambio a quien mira no es a “él” sino a mí, y por un momento que por supuesto soy incapaz de retener para después revisar y analizar con más calma, me pasa por la cabeza la idea de que él, mi padre, el bueno de mi padre, el amable, bueno, fuerte y comprensivo de mi padre, sin duda debe sentir algo parecido a lo que siento yo pero a otro nivel imposible todavía para mí de precisar ni menos aún de definir con palabras, pero que sea por el motivo que sea, estoy seguro de que le causa algún tipo de satisfacción análoga a la mía pues de sus ojos emana un brillo y calidez que de ningún modo pueden significar desaprobación o prohibición, sino que más bien parece que quieran decir: «Pobre hijito mío, ni te imaginas cuan difícil e inhóspito es ese mundo que te espera ahí fuera».

Lo hemos cubierto ya. Para ello hemos utilizado una funda de color verde que mi madre nos ha proporcionado sin que apenas nos hayamos dado cuenta, y ahora lo sostengo fuertemente con mi mano izquierda de tal manera, que incluso evito respirar demasiado fuerte no vaya a ser que se asuste. Acto seguido hemos descendido hasta la calle, y por tanto emprendemos ahora sí el camino hacia lugar que de mutuo acuerdo hemos escogido por parecernos el más adecuado para nuestro propósito. Todo va bien hasta que un hombre, un conocido de mi padre, se cruza en nuestro camino y lo fastidia todo: «¿Qué M, a darle un paseo?» a lo que mi padre responde: «¡No, no, que va, lo que vamos a hacer es soltarlo. Al niño se le ha metido en la cabeza que lo dejemos ir y ya sabes como son los niños para estas cosas!» a lo que el hombre, hombre al que por otra parte yo fulminaría de un ataque al corazón si tuviera la más mínima posibilidad de hacerlo, responde: «Pero que dices hombre, si eso es la alegría del barrio». Nos despedimos. El hombre por fin se queda atrás como una pesadilla mientras que nosotros por nuestra parte proseguimos por nuestro camino aunque la verdad es que yo comienzo a sentirme cada vez peor. Los motivos en este caso son diversos: en primer lugar porque mi padre me ha defraudado terriblemente pues yo sinceramente creía que el hecho de acompañarme e incluso defenderme ante el “resto”, se debía fundamentalmente al hecho de que estaba totalmente deacuerdo conmigo en cuanto a mi forma de dirigir toda la operación, pero ahora sin embargo he podido comprobar que no es así, que él es de la misma opinión que “todos”, y lo que ha sido aún peor, el hecho de caer en la cuenta de que el único sentimiento que lo ha movido a hacer lo que hace es de la compasión, compasión por cierto, que tiene formas muy diferentes de medir, y que a mí por otra parte ha acabado casi por hundirme del todo. Es decir, mi pena en este preciso instante, jamás se podría medir. En segundo lugar si me encuentro tan mal conmigo mismo yo lo achaco a mi forma de ser, forma de ser de la cual la principal característica es la de una súper moralidad capaz de acabar con la paciencia de cualquiera incluyéndome a mí, y que yo desde dentro, no puedo evitar percibir como un defecto a corregir, como un error de fabricación del cual además culpo a mis padres pues han sido ellos quienes me han “fabricado”, y por tanto transmitido semejante “enfermedad”. Sea como sea continuamos por nuestro camino. De hecho a estas alturas yo ya he olvidado casi por completo el terrible disgusto que me ha causado mi padre al “traicionarme”, y ahora sólo espero que no nos crucemos con nadie más. De momento, así es. A todo esto seguimos adelante pero es justo entonces cuando comienzo a pensar en como debe sentirse “él”, en qué cosas deben pasarle por la cabeza de tener la posibilidad de hacerlo, y no sólo eso, sino que además también empiezo a pensar en como me gustaría que así fuese, y que tuviese por tanto la conciencia suficiente como para darse cuenta de su situación, también de la mía, y por ende, de agradecérmelo después con un pequeño y simple gesto de complicidad. Estamos ascendiendo. El barrio y la gente que en él vive ya han desaparecido por completo y ahora el suelo que piso se transforma una vez ha quedado atrás; hay huellas donde antes no las había, piedras que no son piedras que se desintegran al poner sobre ellas mis pies, algunas flores que sí son flores que se arrugan como pedazos de papel. Vuelvo. Mi padre está contándome algo referente a un hombre que no parece caerle lo que se dice del todo bien, y si lo he deducido ha sido justamente por el tono de voz que utiliza, por su mirada, y también por un par de frases que se han quedado grabadas en mi mente mientras pensaba en mis propias cosas: «Como lo vuelva a ver», «saltar», «robar». Le digo que sí, que a mí también me lo parece y como para darle más credibilidad a toda mi historia, le digo que yo también lo he visto hacer “algunas cosas extrañas”. Pero llegado a este punto me detengo. Sé por experiencia que no es difícil sacarlo de sus casillas, y que una vez sale es muy difícil hacerlo volver a entrar. Pero sin embargo continuo y le empiezo a relatar (inventándome algunas cosas por supuesto) una historia de la cual yo mismo fui testigo. Le digo: «El otro día, cuando volvía de recoger los huevos, lo vi mirando a lado y lado como si tuviese miedo de que alguien lo viera. Estaba justo delante de la puerta del “Palo”, justo delante, y llevaba en la mano una bolsa blanca de plástico que como al final resulta que no me vio, escondió a toda prisa debajo de unos matorrales». Mi padre se enfurece aún más. Yo inmediatamente después empiezo a arrepentirme al ver el efecto que ha producido mi historia en parte falsa en parte cierta en su estado de ánimo, y de ahí que lo intente enmendar en la medida de lo posible, así que esta vez le digo: «Bueno quizás no estaba haciendo nada papá, de hecho solamente estaba escondiendo una bolsa de plástico debajo de unos matorrales, nada más». Mi padre me sonríe amablemente, me dice que soy un “granuja”, y no contento con tan singular descripción sobre mi carácter, también me dice que tengo una mirada de “pillo” como él jamás había visto. Me siento orgulloso. Sin embargo para mí lo más importante ahora mismo es que nos hemos reconciliado, siendo la mejor prueba de ello que yo ahora ya me siento mucho mejor como también él parece sentirse mucho mejor. Además, al hecho siempre bien recibido de una reconciliación padre-hijo viene a sumarse el hecho de que también nos estamos acercando cada vez más al punto que habíamos acordado, así que probablemente como consecuencia de mi flamante bienestar, es cuando me veo en disposición de preguntarme ¿Pero de verdad es posible que finalmente lo vaya a conseguir? Sí lo es, me respondo. A lo que añado después la siguiente conclusión de carácter teórico-general: cuando uno de verdad quiere algo y lucha por ello al final acaba consiguiéndolo siempre. Pero llegado a este punto sin embargo me vuelvo a detener. La explicación que se me ocurre así a voz de pronto es que por experiencia sé que anticipar las cosas no suele traer nada bueno, así que por el solo hecho de haberlo anticipado, caigo presa de un miedo intolerable y para el cual mi única defensa es cerrar bien fuerte los ojos. No es la primera vez. Por ejemplo, cada vez que pienso que alguno de mis padres o de mis hermanos van a morir de repente a causa de un accidente de tráfico o alguna otra desgracia parecida, actúo del mismo modo, es decir, cerrando los ojos con todas mis fuerzas e intentando hacer desaparecer todas esas imágenes en las que me veo a mi mismo recibiendo el pésame por parte de unos desconocidos, o incluso intentando silenciar todas esas conversaciones en las que alguien siempre dice y sin que piensen que yo los puedo escuchar: «¡Pobre chico, y que va a ser ahora de él!». Abro los ojos. Afortunadamente para mí todo sigue tal y como yo lo había dejado, y tanto es así, que no puedo evitar sentir una alegría y satisfacción inmensas. Ya pasó me digo: «Ves» no tenías porque temer. Me tranquilizo. Además, en poco más de veinte metros habremos alcanzado el penúltimo recodo que nos separa de nuestro destino final, y tal hecho me tranquiliza todavía más. Mi paz ahora es absoluta y total. Hace viento, las copas de los árboles giran y bailan sobre una música que soy incapaz de escuchar. Un avión sobrevuela la ciudad posiblemente a más de diez mil metros de altitud.

El mundo se desdobla. Por un lado oigo los pasos de mi padre, su respiración fuerte y entrecortada. Y por el otro los coches que salen y entran de la ciudad como pequeños glóbulos rojos al entrar y salir del corazón. “Lo” miro de reojo. Mi alma está callada pero no así mi corazón ¿Y qué será ahora de “él”? Me pregunto ¿Conseguirá por fin ser feliz? ¿Estoy de verdad haciendo algo bueno por “él” o por el contrario sólo estoy pensando en mí y en mi propia felicidad, cumpliendo gracias a él mis propios deseos? Imposible de saber. Continuamos andando y entonces es mi padre al que parece asaltarlo una terrible preocupación. Lo sé porque me dice lo siguiente: «Deberíamos darnos prisa, son casi las ocho de la tarde y dentro de poco oscurecerá». El mundo entero se hunde bajo mis pies. Es más, ya no queda ni rastro de la tranquilidad que me embargaba sólo hace un momento y en lugar de ello, lo que veo es a mi pobre amigo literalmente perdido. Buscando, como en términos humanos se suele decir, un lugar en el que dejarse caer. Asimismo pienso en el frío, en la lluvia, en la soledad, en esa misma soledad que a veces incluso a mi mismo me hace sentirme tan pobre. Como también contemplo la posibilidad de que quizás ni siquiera sabe volar lo suficiente como para levantar su pequeño cuerpo del suelo un solo centímetro. Del mismo modo pienso en la comida, en qué beberá, o en si sus “amigos” le ayudaran de algún modo o en si por el contrario no querrán saber nada de él. Pero no, me detengo, pues entonces me vienen a la cabeza todas las simulaciones que ya hemos hecho y que no hacen sino que confirmar que no me equivoco en absoluto. Que más de una vez y más de dos lo he soltado por el comedor de casa, y que tales pruebas no dejan lugar a la duda. Es todo un experto. Además, nació en libertad y sus primeros meses de vida transcurrieron igualmente en libertad. Conoce por tanto el idioma, así como que a fin de cuentas este lugar no debe ser muy diferente del lugar en el que probablemente nació. Es más, incluso puede que aquellos dos que pasaron antes volando a ras de suelo sean su hermano mayor y su padre, o su madre y una de sus hermanas, o incluso un primo lejano y un futuro amor. Pero es entonces precisamente cuando mi padre me interrumpe de nuevo diciéndome que hemos llegado ya.

Finalmente ha llegado el momento crucial. He apoyado la jaula en el suelo y ahora empiezo a abrir la cremallera de la funda que lo cubre de tal modo que en cuanto llevo apenas un centímetro abierto, él ya me está mirando como recordándome que no me puedo echar atrás. Yo también lo miro a él, y lo que es más, aprieto la mirada con todas mis fuerzas como pretendiendo decirle en un lenguaje que a mí me parece que sólo entendemos él y yo que: «No te preocupes, no he olvidado cual es mi misión y ahora mismo te lo voy a demostrar sacándote de ahí» pero lo cierto es que ya ha llegado el momento que tanto había deseado y sin embargo nada es como se supone que tenía que ser. Lo que sí sé en cambio es que la situación en la que me encuentro me recuerda inevitablemente a uno de esos entierros a los que he asistido últimamente, y en los cuales jamás sé como me debo comportar. Es decir, si debo mostrarme serio y afligido tal y como al parecer exige la situación, o en si por el contrario debo mostrarme tal y como me siento en realidad. Total, que me hallo en una de esas situaciones en las que haga lo que haga me parece estar obrando mal. Me recupero. De algún modo supongo que me he convencido de que tales dudas son inevitables, y no sólo eso, sino que además también he debido convencerme de que incluso son la mejor prueba de que estoy obrando bien, de que voy por el buen camino, y de ahí quizá que ahora consiga sacar fuerzas de donde hacen un momento sólo veía dudas y debilidad. La jaula está totalmente descubierta. Una especie de furia se desata entonces en su interior, de tal modo que empieza a revolotear con tanta fviolencia que comienzan a saltar plumas de colores por todas partes. Se detiene. Yo temo ante todo por su integridad física pero no así mi padre que a un metro de distancia me ordena que abra la puerta inmediatamente. Obedezco. La puerta ya está abierta. “Él” por su parte se pasa de palo a palo sin que parezca comprender qué es lo que está pasando, y menos aún, cuál es el motivo por el cual se le ha llevado hasta allí. Pero no. Ahora por fin ha dado un paso un tanto indeciso hacia adelante, y tanto es así que incluso parece que en cualquier momento se vaya a producir el milagro. Efectivamente. Está tan cerca de la puerta que incluso su cabeza sobrepasa los límites de la jaula.

Mira hacia un lado y después hacia el otro. Hacia arriba y después hacia abajo. Finalmente se oye un sonido similar al que produce un niño cuando en vano intenta silbar, y acto seguido lo veo ya posado en lo alto de una rama acicalándose las plumas como si nada hubiese pasado. En cuanto a mí todo cuanto soy capaz de percibir es una voz que asciende desde mi interior hasta mi boca, y de la cual sólo comprendo su significado una vez ya ha salido de mi: “Lo he conseguido”.

El camino de regreso a casa es sin lugar a dudas mucho menos célebre de lo que yo me había imaginado. Es decir, mi imaginación había albergado toda una serie de esperanzas que ahora ni mucho menos veo cumplidas, así que como no puede ser de otra forma, ahora me vuelvo a sentir algo triste e incluso sino fuera porque me cuesta horrores reconocerlo, decepcionado. Ahora bien, a la pregunta de cuáles creo yo que eran esas esperanzas que al parecer tanto deseaba y que ahora veo incumplidas casi en su totalidad, viene a sumarse otra decepción aún mayor y más dolorosa que la primera si cabe, y que estriba en el hecho de que soy incapaz de darle un nombre, un título, un sentido, una finalidad concreta y determinada a esa esperanza, lo cual viene a ser lo mismo que admitir que no sé qué demonios estaba esperando al hacer lo que hecho. Sí, desde luego es indudable me digo, que he liberado a un animal por decirlo de algún modo “injustamente encarcelado”, y eso me hace sentir infinitamente mejor. Correcto. Como también es cierto que he conseguido superar toda una serie de obstáculos que se me habían cruzado en el camino con la única intención de hacerme dar marcha atrás y obligarme a volver por donde tanto esfuerzo me había costado llegar. Correcto también. Pero y entonces ¿Por qué no me siento bien? ¿O por qué si creo haber actuado tan correctamente sin embargo no lo puedo disfrutar como a mí me gustaría? La mente humana se me antoja ahora como una habitación oscura en la que no existen ni puertas ni ventanas. Sin embargo, es mi padre quien acude en mi auxilio: «No sufras más pues los jilgueros son los pájaros más espabilados que existen, y aún más, ten por seguro que mañana a estas horas estará cantando en la copa de un árbol con la barriga bien llena y una jilguerita bien guapa a su lado». Una sonrisa acude entonces a mi cara ¿Pero y por qué? me pregunto, es decir ¿A qué responde tal cantidad de felicidad cuando hace tan solo un momento era posiblemente el niño más infeliz del mundo? Pues a la sencilla razón de que ha sido mi propio padre quien ha sabido encontrar mejor que nadie la respuesta a un padecimiento que yo creía insondable, y del cual yo mismo jamás hubiese encontrado su origen, su génesis, o por decirlo con otras palabras, la fuente de la que emanaba como un león para después llegar con toda su furia hasta mí.

Estamos descendiendo. Alguien parece haber añadido unas gotas de color rojo y negro sobre el lienzo en el cual destaca un cielo perfectamente enmarcado y tranquilo, y tanto es así, que incluso todas las cosas que hay aquí en el suelo; los árboles, la tierra, los edificios e incluso nosotros mismos y con ellos nuestros pensamientos, me dan a mí la impresión de que se asimilan a esos pequeños espejos inexactos de los cuales resulta imposible extraer un reflejo claro y nítido de todo cuanto hay frente a ellos. Es decir, aquí abajo donde yo estoy, todo es mucho más confuso e impreciso que ahí arriba donde dos líneas lo resumen todo. Por ejemplo, aquí en el suelo, en la superficie, donde acaba un cuerpo empieza otro, y donde acaba éste empieza otro a su vez. Además, todo se mueve y actúa por sí mismo, todo se deteriora y luego muere, todo vuelve a nacer y a morir de tal forma que parece que nunca haya ocurrido nada, que nada se mueva ni actúe por sí mismo, en definitiva, que siempre seamos los mismos aunque en diferentes épocas y lugares. Dejo de pensar. Mi padre empieza ahora a hacerme una lista hablada de lugares que visitaremos en cuanto lleguemos al “pueblo” (mañana nos vamos de vacaciones) así como de la gente a la que seguramente conoceré una vez hayamos llegado allí; “el chato”, “la muda”, “el nene”, “la tía Torvisca”, etc, etc, pero nada, ningún efecto, pues a mí en primer lugar me resulta imposible concebir la idea de que mañana a estas horas podamos estar en un lugar que no sea este, y en segundo lugar y lo que me parece aún más inverosímil, que de verdad vaya a conocer a todas esas personas de nombres imposibles, casi de mutantes, a los cuales por otro lado soy incapaz de adjudicarles un rostro, una mirada, una forma de andar, hablar y vestir, o lo que viene a ser casi lo mismo, una existencia que les permita sentir las mismas cosas que siento yo pero en otro lugar, hacerse las mismas preguntas que me hago yo pero en otro lugar, o incluso y yendo ya un poco más allá, de ser capaces de hallar las respuestas a esas mismas preguntas que yo me hago sin parar.

Ahora estamos a la altura del árbol en el que se ahorcó el padre G…, miro la gruesa rama de la cual como el péndulo de un reloj estropeado colgaba su cuerpo, y por un momento, sólo por un momento, me parece a mí como si todavía tuviese que estar ahí cubierto con una manta gris y dejando al descubierto aquellos zapatos roídos que tantas veces había visto yo por todas partes. Me viene la imagen de un espantapájaros. La aparto como el que espanta una mosca y someto a mi pensamiento a la siguiente regla de tres: si cuando miro esa rama me parece ahora y desde la actualidad que de ella y sólo hace un tiempo colgaba el cuerpo destornillado de aquel hombre que yo había visto decirme «Hola, que tal», pues bien ¿No cabría suponer también que sobre esta misma tierra que piso ahora, o bajo aquel montículo que se levanta un poco más allá, se esconda un tesoro, o incluso el cuerpo semidescompuesto de un dinosaurio que pereció de sed? Sí desde luego me respondo. Todo cuanto hay en este mundo ya estaba ahí antes de que tú lo vieras, y por tanto, no es descabellado afirmar que todas las cosas poseen como una especie de memoria individual que las une y las desune en función del tiempo que cada una de ellas va estar aquí. Por ejemplo, cuando yo y todos los que como yo presenciamos aquel terrible episodio de ver al padre de un amigo colgado de la rama de un árbol hayamos muerto y con nosotros nuestros recuerdos, pues bien, entonces y cuando alguien de aquí a cincuenta años pase por este mismo lugar y vea esa misma rama, la cuestión es que sólo verá una rama y nada más que una rama, de la misma forma que yo ahora cuando miro este suelo o aquel montículo del que hablaba antes, únicamente recurriendo a mi imaginación estoy en disposición de ver algo más. Pero entonces y llegado a este punto desde el otro extremo de mi pensamiento acude a mí una nueva idea que debido a su naturaleza y composición ya nace siendo víctima de sí misma: pero que extraño me digo. Es indudable que ahora y cuando por el motivo que sea someto a mis pensamientos a un análisis cualquiera que sea su profundidad y precisión, acabo siempre por llegar a una conclusión que aun habiendo al parecer estado siempre ahí esperando a que yo la recogiera, yo no había visto precisamente (creo) por formar una parte inalienable de mí. Es decir, como yo vivo dentro de mi propio ser, como yo vivo en el interior de mis propias emociones y sensaciones, es lógico pensar por tanto que por eso mismo es por lo que soy incapaz de detectarlas a tiempo real. Tal hecho me recuerda a su vez esos incómodos ejercicios matemáticos que hacemos en el colegio y mediante los cuales acabamos llegando siempre (previa aplicación de una lógica aplastante) a su comprensión, o lo que es lo mismo, a arrinconarlos de tal modo que ya no les queda ni una sola escapatoria posible. Así que ¿Dónde reside la diferencia? me digo ¿O por qué y cuándo se trata de un simple ejercicio matemático sí soy capaz de llegar a comprenderlo todo y en cambio cuando se trata de mí y de lo que yo siento jamás consigo atar ni un solo cabo? ¿Es porque me muevo, porque todo se mueve? ¿Porque el mundo en definitiva no deja de girar? Posiblemente.

Volvemos atrás. La razón en este caso es que mi padre no encuentra las llaves de casa, aunque por el contrario sí cree saber el lugar donde pueden estar. La explicación para este hecho en principio incomprensible es que mientras caminaba cree haber escuchado un sonido similar al que produce el metal al golpear el suelo, y de ahí que esté sino totalmente convencido de su ubicación, sí más o menos seguro. Efectivamente. Al sacar las manos de los bolsillos para encenderse un cigarro había sacado las llaves que después caerían al suelo produciendo el sonido que había creído escuchar, y de ahí Seguimos adelante. Además, en poco menos de cuarenta metros estaremos pisando asfalto, y desde ese punto hasta nuestra casa habrá unos ochocientos metros como máximo. Tomo conciencia de mi excitación. Acto seguido caigo también en la cuenta de que tal estado de excitación responde al hecho de que ya en mi cabeza empieza a formarse algo parecido a lo que yo entiendo que debe ser un plan de actuación casi inmediato, y de ahí que me vea en disposición de adelantar algunos de sus puntos más esenciales. Uno: acabar de preparar el equipaje. Dos: decirle a mi madre que me haga un bocadillo bien grande de jamón, queso y tomate. Tres: despedirme de mis amigos a los que lo más probable es que no vuelva a ver por lo menos en el transcurso de un mes. El plan ahora ya está aquí. Puedo observar incluso todas y cada una de las fases que deberé ir superando sucesivamente si realmente quiero llegar a cumplirlo, y no sólo eso, sino que además y seguramente debido a algún extraño proceso psíquico que desconozco, cada uno de esos “pasos a dar” viene acompañado por una multitud de imágenes que pasan por mi cabeza en formato de negativos y a gran velocidad. Es decir, ya no están. En cualquier caso yo soy incapaz de recordarlos aunque quisiera, aunque no por ello he olvidado su contenido. Me explico. Yo ahora lo que veo es lo que realmente veo: un coche de color blanco que pasa por nuestro lado y del cual únicamente me llama la atención el hecho de que tiene un piloto fundido, una luz que se enciende y después se apaga en una habitación cercana y sin que yo entienda el por qué, etc, etc, pero de mi plan, es decir, de cada uno de esos actos que iré ejecutando como un asesino en serie en cuanto tenga la oportunidad, por el contrario sólo me queda un “tarareo”, algo así como el eco de una canción que he escuchado en algún sitio que ahora mismo soy incapaz de precisar.

Mi padre se ha detenido y está manteniendo una conversación con un señor al cual ambos conocemos perfectamente bien (es un vecino), y aunque por supuesto desconozco el motivo de dicha conversación pues me hallo a demasiada distancia como para escuchar con claridad todo cuanto dicen, lo que sí puedo hacer en cambio es extraer algunas conclusiones más menos acertadas de sus gestos y sus caras: «El pájaro ha vuelto». Mi padre me lo confirma. Ambos echamos poco menos que a correr y ahora mismo no pensamos en otra cosa que no sea en llegar cuanto antes, averiguar qué demonios está pasando, pero especialmente, en capturarlo antes de que caiga en manos “enemigas” lo cual para mí sería casi sinónimo de morir. La información del vecino era exacta. La prueba es que mi madre está en el balcón visiblemente emocionada y señalando un punto muy determinado en el espacio. La excitación es total. Ahora corremos hacía allá aunque no por ello dejamos de escuchar la voz de mi madre que fuerte y clara nos dice: «Ha estado aquí pero como no estaba la jaula». Mi padre me dice que no me preocupe, que en un sitio u otro acabaremos por darle caza ya que según él, el pájaro va a hacer todo lo posible por dejarse coger. Lo vemos. Está revoloteando alrededor de una jaula a unos veinte metros de altura, y su inquilino, otro pájaro que es exactamente de la misma especie que él, emite una serie de sonidos que parecen extraídos de otra dimensión. Se pasa a otro balcón. Nosotros lo acompañamos con la mirada desde la calle pero lo cierto es que es imposible que podamos llegar hasta él, pues además de estar a una gran altura, no para de moverse con frenética ansiedad. Desciende. Ahora incluso puedo verle los ojos e incluso sentir el miedo que sin duda debe sentir él. Desciende aún más. Ahora ya está en un segundo piso y de seguir la lógica que efectivamente parece seguir, irá a parar directamente a algún lugar desde el cual podamos acceder hasta él. En efecto. Se ha posado al parecer muy fatigado en lo alto de la reja de una ventana de un primer piso, de tal modo que sólo con trepar y alargar mi brazo podría darle alcance sin demasiada dificultad. No me lo pienso. Me he encaramado en lo más alto de la reja y sólo unos cincuenta centímetros me separan de él. Me mira. Yo lo miro a él. Mi padre desde abajo me dice que ahora o nunca y yo vuelvo a obedecer. Unas pocas plumas de colores trazan espirales en dirección al suelo. El pobre animalillo, quien lo iba a decir, se ha dejado coger.

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