Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



viernes, 13 de enero de 2012

El mundo de ayer. Memorias de un europeo, de Stefan Zweig.

Probablemente son muchas las maneras de escribir una buena recensión, y sin embargo, sólo una de entre todas ellas suele ser la verdaderamente adecuada. Ahora bien, la explicación para un hecho en principio tan poco práctico parece tener su origen en lo personal y muchas veces intransferible de la relación que se haya podido establecer entre la obra por un lado y el lector por el otro, con lo cual tampoco es de extrañar que esa misma relación y una vez transcurrido el tiempo mínimo necesario, se convierta en la única vía de acceso al corazón mismo del texto por la sencilla razón que ya en su momento se había convertido en la principal salida. Dicho con otras palabras: para bien o para mal, sólo es posible regresar a aquellos lugares en los cuales ya se ha estado previamente. En cuanto a mí y por lo que a la obra de Stefan Zweig se refiere ocurrió algo muy parecido, pues si bien es rigurosamente cierto que intenté por todos los medios escapar a dicho «determinismo metodológico» como el que intenta escapar de un incendio, lo cierto es que todos mi intentos fueron en vano justamente porque intenté dar por «conocidos» una serie de lugares que no había visitado jamás. O quizás (y se trata desde luego de otra posibilidad muy a tener en cuenta), porque todos esos lugares no me interesaban lo más mínimo lo cual en cierto modo sería incluso más preocupante que no conocerlos.

Resultado de todo ello fueron una serie de escritos más o menos ilegibles y por supuesto imposibles de acabar, mediante los cuales intentaba analizar el trasfondo histórico de la obra como el arquitecto que intenta adecuar a la fuerza una idea que él considera maravillosa a un terreno impracticable. Convencido por tanto de que la única salida pasaba por «regresar» a aquellos mismos lugares en los cuales gracias al propio Stefan Zweig yo ya había estado, lo que hice simplemente fue emprender «el camino de regreso», de tal modo que las últimas cosas que había pensado durante la lectura del texto, fuesen ahora en cambio las primeras en ser recordadas, y así sucesivamente hasta llegar al principio mismo de mi particular camino. Hasta ser capaz de recomponer -en la medida en que me lo permitiese mi memoria- esa especie de paisaje sentimental al cual yo había tenido acceso a través de las páginas de aquel maravilloso libro.

Partiendo de tales coordenadas, comencé a pensar en cuál de entre todas las ideas que me habían asaltado a lo largo de su lectura, era la que por una simple cuestión de tamaño incluía a todas las demás. Es decir, aquella única idea sobre la cual debido a su importancia, uno vuelve una y otra vez como el que vuelve a escuchar un viejo mensaje grabado. Afortunadamente, la elección no tardó demasiado en «manifestarse»: la de que uno puede ser libre y fiel a sus convicciones incluso cuando ello implica ir en contra del mundo entero. En efecto, si de verdad había una idea que destacase por encima de las demás con especial intensidad, esa era precisamente la de «la libertad interior», la de ser capaz de mantenerse a pesar de las circunstancias externas, fiel a uno mismo fuese cual fuese el precio que hubiese que pagar posteriormente por ello. La idea del suicidio, además, encajaba perfectamente con la supuesta incorruptibilidad moral del autor. Porque bien mirado, ¿qué es el suicidio sino la forma más radical de libertad que existe al margen del hecho de que después pueda causar la muerte? ¿O qué es el suicidio sino la única de entre todas las formas posibles de libertad que permite decidir el «cómo» y el «cuándo» se va a ser «libre» sin la intervención directa de nadie más que uno mismo? Además, si alguien ha tenido la posibilidad de observar con detenimiento las fotografías de los cadáveres tanto de Stefan Zweig como de su segunda esposa (Charlotte Elisabeth Altmann) sobre la cama después de haberse llenado la garganta de barbitúricos, comprenderá a la perfección en qué consiste el «tipo de libertad» del que estoy hablando.

Pero resulta igualmente evidente que esa misma obsesión por preservar a cualquier precio su libertad, debía haber surgido a su vez como respuesta (más o menos discutible) a unas circunstancias políticas, sociales y económicas muy determinadas, con lo cual si de verdad conseguía comprender qué circunstancias eran esas que tanto habían condicionado (que no determinado) su decisión personal de quitarse la vida, podría igualmente comprender con mayor precisión las razones por las cuales un hombre de las características y dimensiones intelectuales de Stefan Zweig, había llegado a creer con absoluta convicción (pues no se me ocurre otro modo de suicidarse que estando plenamente convencido de ello) que el mundo se había convertido en un lugar inhabitable, y que por tanto, la única solución posible era la del suicidio.

Así pues la primera cuestión que debía resolver antes de seguir adelante, era la de establecer como si de una especie de resta cronológico-temporal se tratara, cuáles eran las diferencias más significativas entre el mundo que conoció Zweig en su infancia, y el mundo que conoció justo antes de quitarse la vida, por si acaso el resultado me proporcionaba las claves del desajuste que sin duda había existido entre el hombre y su tiempo. Ahora bien, también aquí surgían algunas dificultades más o menos importantes a tener en cuenta, porque ¿cómo había sido ese mundo infantil del cual Stefan Zweig, como todos nosotros, no conseguimos desprendernos jamás del todo? ¿Y ese otro mundo de madurez situado justo al otro extremo de la vida que como una pesadilla demasiado real acabó por hacérsele insoportable? ¿Y el mundo por así llamarlo de tránsito que separó como una especie de goma elástica el mundo de su infancia del mundo mucho más oscuro y pesimista de su madurez? Por lo que a la primera cuestión se refiere hemos encontrado una frase que sintetiza, quizás como ninguna otra a lo largo de todo el texto, la percepción que Stefan Zweig tuvo de su infancia cuando ya de mayor comenzó a estar en disposición de poder mirar por encima de su propia espalda. La frase en cuestión dice, literalmente, lo siguiente: «Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en la que crecí, espero haber encontrado la más concisa diciendo que fue la época de oro de la seguridad.» Sin lugar a dudas. Cuando Stefan Zweig intenta describir de la forma más precisa posible el mundo tanto de su infancia como de su juventud, esto es, el mundo de finales del siglo XIX principios de XX, lo cierto del caso es que no puede evitar utilizar adjetivos tales como «seguro», «cómodo», «plácido», «idílico», «ordenado», etc., etc., etc., y todo ello con la intención (o eso al menos es lo que nosotros entendemos desde la perspectiva que nos otorgan más de cincuenta años de distancia) de transportarnos a aquella atmósfera en parte idílica en parte radicalmente idealizada, de la cual el propio Stefan Zweig como tantos otros muchos pequeños burgueses austriacos, formaba, se diese o no cuenta de ello, una parte fundamental. Sin embargo es bien sabido también que todas las épocas y por idealizadas que puedan parecernos en un principio, contienen enormes cantidades de contradicciones que sólo el paso del tiempo permite desenredar, con lo cual es lógico pensar también que durante aquella época de orden, seguridad, tradición, etc., se respirase el aire un tanto arrogante de aquellos que creían, ya fuese por lo confortable de su situación, ya fuese como consecuencia directa de una fe ciega en el progreso, que las cosas iban a continuar así para siempre. Que el hecho de que las cosas «siempre» hubiesen sido de un modo determinado, era garantía más que suficiente para creer que iban continuar así de forma indefinida. Pero nada más lejos de la imaginación. La época de la niñez de Stefan Zweig, como muchas otras antes y muchas otras lo serían después, fue como una especie «de fina capa que a cada momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno», como una especie de trampa mortal que alguien había dispuesto con la paciencia de aquellos que saben que el tiempo es infinito, a la espera de que alguien cayese irremediablemente en ella.

Con la llegada del siglo XX (ahí es nada) comenzaron a hacerse cada vez más evidentes una serie de cambios «estructurales» que quizás antes habían pasado totalmente desapercibidos precisamente por eso mismo, porque los cambios y a pesar de lo drástico que después nos puedan parecer sus consecuencias, por lo general suelen presentarse así, de forma imperceptible, silenciosa, de tal modo que lo que antes era una norma implacable, «ahora» en cambio era una simple excepción. Así que, fue quizás por todo ello por lo que conceptos antes incluso despreciados como lo pudieran ser «juventud», «masas», «vanguardias», «ruptura», etc., etc., etc., comenzaron a sustituir sin que ni siquiera los propios contemporáneos se diesen demasiada cuenta de ello, a otros conceptos tales como «experiencia», «individualidad», «tradición», «unidad», y así sucesivamente hasta que el viejo orden fue destruido casi por completo. Hasta que el pasado comenzó a resultar tan extraño a ojos de sus propios contemporáneos, como extraño nos resulta a nosotros ahora observar una foto de hace -por poner un ejemplo cualquiera- veinte años.

No obstante la más clara evidencia de que efectivamente el mundo ya no era el mismo, llegó, tal y como suele ser habitual en tales casos, de la forma más violenta y traumática que uno pueda imaginarse. Esto es, con el estallido de una guerra mundial la cual a pesar de los múltiples avisos de alarma que fueron sonando durante varios años, nadie supo ni silenciar, ni menos aún detener justo un momento antes de que ya fuese demasiado tarde. Más bien todo lo contrario. El 28 de Junio de 1914 se produjo el atentado de Sarajevo el cual daría paso a su vez a un conflicto bélico de proporciones ciertamente impredecibles, y todo ello como si fuera la primera noticia que se tenía que algo no estaba funcionando correctamente. Como si se tratara de una especie de accidente del todo imprevisible del cual nada ni nadie (por eso se les llama accidentes) podía tener la culpa salvo la propia naturaleza. Ahora bien, la Primera Guerra Mundial, pese haber comenzado a producir sus primeras víctimas, continuaba siendo tan ininteligible en lo que a sus motivaciones se refiere como lo es para la mayoría de nosotros la «crisis financiera», las continuas fluctuaciones del precio de la gasolina, o incluso una simple y aparentemente inocente declaración de la renta. «Si hoy, reflexionando con calma, nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no encontraremos ni un solo fundamento razonable, ni un solo motivo » escribía Zweig un tanto desesperado como consecuencia de lo indescifrable de la situación.

La Primera Guerra Mundial mostró como quizás no lo había hecho ningún conflicto bélico previo, lo incongruente que pueden llegar a ser ciertos fenómenos sociales contemporáneos, quizás justamente, porque nunca antes las masas habían jugado un papel tan determinante sobre ellos. Porque jamás antes, un delirio en el sentido clínico del término, había incluido un número tan importante de personas como el que había intervenido en aquella guerra. Así que, ¿cómo iban a detenerlo sólo unos cuantos individuos más o menos aislados? ¿O cómo un fenómeno de tales proporciones, iba a detenerse porque unos cuantos intelectuales -por cierto- de dudosa reputación ya que sus intereses se oponían muchas veces a los de sus propias naciones (eran considerados, digámoslo claro, unos traidores), dijeran que aquello no tenía ningún sentido? ¿Que aquella situación, en realidad, no beneficiaba a nadie salvo a ciertas industrias bélicas?

La guerra continuó su diabólico curso como una pelota de rugby que alguien hubiese lanzado con la peor de las intenciones, de tal modo que no fue hasta que ella misma, ya debilitada de tanto darse golpes contra todo, se detuvo allá por 1918, que las cosas no comenzaron a recuperar cierta normalidad. Sin embargo esa normalidad fue enormemente relativa, pues si bien es cierto que la guerra como tal «solucionó» ciertos problemas que de ningún otro modo podrían haberse solucionado sino por la vía expeditiva de la fuerza, también lo es que provocó otros muchos desajustes en algunos casos incluso mucho más graves que aquellos mismos que supuestamente había solucionado y si es que efectivamente se puede utilizar el verbo «solucionar» cuando se habla de las consecuencias de una guerra. «Nada envenenó tanto al pueblo alemán – hace falta tenerlo siempre presente en la memoria- nada hizo encender tanto su odio y nada lo hizo tan maduro para el advenimiento de Hitler como la inflación. ». El final de la guerra abrió, por consiguiente, el camino hacia una crisis económica que con el tiempo se convertiría en el principal caldo de cultivo de una serie de movimientos totalitarios entre los cuales el fascismo adquirió un papel preponderante. Es decir que, muchas de los acontecimientos que tuvieron lugar después así como muchos de los personajes que protagonizarían esos mismos acontecimientos, hubiesen resultado del todo imposibles sin el desastre económico que causó, en buena medida, la Primera Guerra Mundial.

Los años siguientes y hasta llegar al inicio de la Segunda Guerra Mundial por tanto, deben ser interpretados como una especie de descenso ininterrumpido por unas escaleras de las cuales a cada peldaño le correspondía un retroceso en el campo de la moral. Algo así como si todo el continente europeo se hubiese vuelto –literalmente- loco de remate. Así que, ¿podría efectivamente darse el caso de que hubiese sido precisamente ese contraste entre el mundo apacible y sensato de su infancia y el mundo medio desquiciado de su madurez lo que explicase su idea aparentemente inamovible de suicidio? ¿Esa especie de aparente incapacidad del propio Stefan Zweig de aceptar que el mundo, como ya ocurriera en otros periodos antes y volvería a ocurrir en otros periodos después, estaba cambiando de la forma menos adecuada y más irresponsable posible? Acogemos el tiempo tal y como él nos quiere escribía sin embargo el mismo Zweig siguiendo los versos de Shakespeare en esa especie de creencia en un determinismo histórico el cual implica a su vez el hecho de formar parte de una época sin posibilidad de escapatoria alguna. En el hecho a todas luces indiscutible, de que nada podemos hacer por variar el curso mismo de aquellos acontecimientos de los cuales, nos guste más o menos la idea, formamos una parte muy activa. Además «la historia, obedeciendo una ley irrevocable, deniega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época ». Ahora bien, ¿por qué si el propio Stefan Zweig sabía perfectamente que es el «Tiempo» quien nos escoge a nosotros y no nosotros a Él, o incluso si sabía también perfectamente que resulta del todo imposible comprender en su totalidad el «Presente» perseveró en su idea de desobedecer tales preceptos? ¿Fue por reivindicar su libertad? ¿Por reivindicar su individualidad? ¿Por reivindicar su humanidad? ¿Por llevar los límites más lejos de donde los había encontrado? ¿O fue más bien por asumir el papel de mártir? ¿De guía espiritual todavía esencialmente romántico que supo como Jeremías, el profeta que predicó en vano, sintetizar el espíritu claustrofóbico y enormemente contradictorio de su tiempo? ¿Por convertirse, digámoslo de una vez, en un ser inmortal? «… sólo durante los primeros años de juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante uno sabe que el verdadero rumbo de la vida viene determinado desde dentro; por confuso y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, al final siempre nos lleva hacia nuestra meta invisible. »

Sólo se me ocurre una forma de solucionar de un modo más o menos plausible la aparente contradicción que plantea el propio Stefan Zweig al situarse en medio de la obsesión por mantenerse libre a toda costa, y la idea de tradición romántica de estar predeterminado (interiormente) por un destino invisible: la de estar destinado a ser libre.