Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



miércoles, 2 de noviembre de 2011

I’m still here: el año perdido de Joaquin Phoenix.


En una de las primeras escenas del film, el narrador y protagonista de la película viene a decir algo así como que le encantan “esos raros momentos puros que separan el corte de la acción”. Esos momentos “de absoluta miseria” tal y como él mismo los califica, que se oponen a lo que él considera la más pura e inmaculada realidad. Pero, ¿cómo hay que tomarse algo así cuando el tipo que lo dice es ni más ni menos que el dos veces nominado a los premios Oscar Joaquin Phoenix? ¿O cómo deben ser interpretadas esas palabras cuando quien las pronuncia forma parte de la mayor fábrica de ficción del mundo, y no sólo eso, sino que además escoge como escenario para pronunciarlas un documental en el cual precisamente, de lo que se está hablando es del intento de ese mismo actor –filmado con todo detalle por supuesto- por escapar de la ficción? ¿Por recuperar -por y para siempre es lo que se nos dice continuamente- esos raros momentos que separan el corte de la acción?

Lo primero que a uno le viene a la cabeza cuando se interroga sobre tales cuestiones es que lo que se le está pidiendo es ni más ni menos que una simple reflexión sobre la ya clásica dificultad para distinguir entre realidad y ficción. Para diferenciar entre aquello que “verdaderamente es”, de aquello que ha sido “preparado para llegar a ser”. Ahora bien, cuando uno medita con mayor detenimiento sobre la relación existente entre realidad y ficción y en cómo a lo largo de los tiempos esa misma relación ha sido interpretada por unos y otros, una de las primeras conclusiones a las que se llega es que tales dificultades parecen corresponder más bien a otros tiempos en los cuales precisamente porque tal confusión era todavía el centro del debate, resultaba absolutamente necesaria su correcta “metaforización”: Platón y su mito de la Caverna, Orson Welles y su memorable programa de radio “La Guerra de los mundos”, William Karel y su “Dark side of the Moon”, etc, etc, etc.

Sin embargo hoy en día (y me refiero a la más rigurosa actualidad) las cosas han cambiado sustancialmente, y si bien es cierto que esa dialéctica entre “lo que es cierto y lo que es falso” sigue deparando tan buenos intercambios de golpes como siempre, también lo es que los parámetros a partir de los cuales se rige se han visto ligeramente modificados en los últimos años por la irrupción en nuestras vidas de imágenes y contenidos multimedia de todo tipo y condición. Dicho con otras palabras: ¿qué sentido podría tener a día de hoy, en pleno siglo XXI y cuando incluso los telediarios del mediodía contienen mayor tensión narrativa que la mayoría de las películas bélicas del pasado (y si no se lo creen, prueben ustedes de seguir por ejemplo el desarrollo argumental del conflicto libio), preguntarse por la yuxtaposición entre ficción y realidad? ¿Por la confusión, inversión, perversión, o como demonios quieran ustedes definir esa relación, entre dos conceptos que muy probablemente sean ya a estas alturas sencillamente indistinguibles al menos desde el punto de vista del observador? ¿Para reírse de todo? ¿Para mostrar lo absurdo e inútil de toda la problemática? ¿Para demostrar que lo interesante de toda la cuestión no es tanto la de determinar qué es ficción y qué no sino demostrar simplemente que todo, hasta cierto punto, fue siempre tan real o tan ficticio como cada uno lo quiso ver?

El problema señoras y señores va sin embargo más allá. Porque en un mundo donde a diferencia de los falsos documentales no hay nadie que al final del show nos aclare que lo que hemos visto era en realidad un burdo simulacro, un pedazo de realidad expresamente manipulada para que experimentásemos tal o cual sensación, ¿quién nos ayudará a distinguir entre una cosa y la otra? ¿Quién, en definitiva, nos dirá de que lado de la pantalla nos encontramos?

La problemática se reduce a una simple e incluso cómica elección: ser protagonista o ser espectador. Esa y no ninguna otra, es la verdadera cuestión.