Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



domingo, 4 de septiembre de 2011

El crimen perfecto (IV)

Giselle Sabartés finalmente lo había conseguido. De alguna forma y por extraño que pueda parecer había logrado escabullirse como una anguila especialmente escurridiza del pronóstico que tanto la terrible máquina como el doctor Steinberg daban ya por un hecho inaplazable, y tal cantidad de éxito no podía producir en el estado de ánimo de Giselle otra cosa que no fuera una satisfacción análoga a la que debe sentir un preso cuando consigue escaparse de una cárcel en la que ha estado encerrado un tiempo excesivo. Bien es cierto que la tranquilidad de Giselle con respecto al futuro no era completa del todo (pues hacer semejante afirmación sería poco menos que mentir) pero si en cambio partimos de la base de que todo el mundo tarde o temprano deberá morir, es decir, si aceptamos la muerte como un acontecimiento indisociable de nuestra propia existencia como lo fue en su día el hecho mismo de nacer, pues entonces también comprenderemos perfectamente que la situación de Giselle no era por aquel entonces ni mejor ni peor que la de cualquier otro ser humano que estuviese vivo, y que es, no lo olvidemos, la única condición indispensable para morir después. Desde luego también es muy cierto que su situación y si la comparamos con la de cualquier otra persona “viva”, no podría ser jamás comparada con la de una persona que para que nos entendamos ha sido “condenada a muerte” y que por el motivo que sea, ha conseguido superar tal condena de forma momentánea. Pero lo que sí podemos hacer por el contrario y de una forma perfectamente lícita además, es situarlas al menos en un mismo contexto físico, fisiológico, etc., etc., lo cual sería lo mismo que afirmar que al menos en un plano estrictamente biológico, tanto las personas de un grupo como las del otro poseen exactamente las mismas probabilidades de salir adelante. Ahora bien, otra cosa muy distinta sería plantear siquiera similitudes o analogías en un plano puramente psicológico, pues como muy bien sabemos, allí donde unos no creerían ver nada más que una radiografía como tantas otras vistas hasta ese momento, o un coche que se aproxima a toda velocidad en nuestra dirección por una carretera desierta, los otros en cambio sólo creerían ver lo que es la primera noticia de una enfermedad mortal e incurable de la que tenemos constancia, o si volvemos al ejemplo del preso fugado, un coche de la policía que sin que sepamos muy bien cómo, a dado con nuestro paradero y de ahí esa misma velocidad. Es decir, que mientras que los miembros del primer grupo se moverían por la vida sin más preocupación que la de nacer primero, vivir después, y finalmente morir del modo menos doloroso posible y sin que hasta llegado ese momento hubiesen tenido nunca una conciencia muy clara de lo que significa la muerte en toda su dimensión, los del segundo grupo en cambio, no sólo no pueden vivir con esa misma tranquilidad, sino que más bien sucede todo lo contrario: como saben perfectamente que la muerte se cierne sobre sus cabezas día sí día también, el efecto producido sobre sus mentes es el de que la vida es percibida entonces como algo insoportable, como un camino pedregoso e intransitable, o por poner un ejemplo un poco más gráfico que el anterior, como si llevaran a todas horas una bomba integrada en la cabeza que jamás saben cuándo puede explotar y cuándo no.

De este segundo grupo es bien conocido el caso de todas aquellas personas que por el motivo que sea han sido amenazadas de muerte, y que a nosotros, por sus múltiples puntos de conexión, nos pueden ser muy útiles para aclarar algunos de los puntos más complejos y escabrosos del asunto que ahora nos ocupa. Por ejemplo, lo más común en estas personas a las que nos referimos, suele ser el hecho de que por muchas que sean las medidas de seguridad tomadas en pos de su protección, jamás llegan a estar tranquilas del todo. Es decir, pueden contratar decenas de guardaespaldas con la intención de que nadie se les acerque a menos de un kilómetro a la redonda, pueden revisar los bajos de su coche tantas veces como les venga en gana, pueden poner cámaras de seguridad allí donde lo crean oportuno, o como también suele suceder muy a menudo últimamente, incluso pueden conectarse mediante una de esas pulseras electrónicas con la comisaría más cercana si así lo consideran necesario, pero como decíamos, lo cierto es que hagan lo que hagan jamás se sentirán tranquilos del todo pues el miedo, ese mismo miedo que nunca los deja descansar y los hace siempre mirar atrás, o a los lados, o a cualquier otro lugar del cual ellos presientan que puede proceder el peligro, además de provenir del exterior, lo cierto es que también proviene de su interior, de lo más profundo de su alma, hecho que vendría a ser corroborado por la cantidad de traumas que aún prevalecen en dichas personas incluso mucho tiempo después de la desaparición de la amenaza en sí. De lo que se desprende a su vez, que del miedo que procede de nuestro interior no hay ni guardaespaldas ni sistema de seguridad en el mundo que sea capaz de protegernos con mayor efectividad de lo que lo haría una simple aspirina.

La explicación para este hecho es que ese miedo del que hablamos se resiste a abandonar a su “anfitrión” al menos gratuitamente, debido al tiempo que ya ha pasado junto a él, y de ahí que puedan pasar años enteros antes de que el portador de ese “huésped” en particular, recupere su tranquilidad y empiece a sentirse por fin libre y verdaderamente despreocupado. Desde luego también hay que tener muy presente el grado de miedo “absorbido” si de verdad queremos llegar a una valoración más o menos precisa de la situación real del sujeto en cuestión, es indudable que a menor exposición del sujeto a ese terror del que hablamos, menor será también el tiempo que tenga que transcurrir antes de que recupere la normalidad tan deseada y viceversa. Es decir, a mayor exposición a esa misma amenaza, más tiempo se necesitará para recobrar la tranquilidad absoluta y si es que de verdad llega a recuperarse algún día.

Otro fenómeno derivado de este primer fenómeno y que no puede dejar de llamarnos la atención, es el hecho de observar como una vez el miedo se ha quedado sin objeto, sin un fundamento justificado y real el cual no lo olvidemos, era en principio el único motivo por el cual existía; ejemplifico: la persona que nos amenazaba de muerte ha sido hallada cadáver en un descampado y su identidad no deja lugar a dudas, o el grupo terrorista que nos enviaba balas a casa ha dejado por fin las armas y ahora se dedica a recolectar girasoles y después a repartirlo entre los pobres de la ciudad, pues bien, muy por el contrario de lo que se supone que debería hacer, lo que hace ahora es alojarse en nuestro interior de una forma más o menos estable, y a partir de ahí (y es este al fenómeno al que yo me refería anteriormente) comenzar a poner las bases de una especie de decepción crónica, fenómeno éste que sólo puede ser explicado por ciertas tendencias y predisposiciones autodestructivas muy comunes en los seres humanos.

El resultado de todo ello es que “el ex amenazado” ha sustituido un miedo exterior y real por un miedo interior e injustificado, y a partir de ahí todo recto y hacia abajo por una carretera que puede tener final o puede que no, pues tal cuestión dependerá en gran medida de la capacidad de cada individuo para restablecerse y recuperar la normalidad perdida. Ahora bien, ¿cómo se sale de este aparente y desagradable círculo vicioso en el que el sujeto parece haber caído sin apenas darse cuenta? ¿O cómo hacerlo al menos para que esa bajada de la que hablamos y si es que hay que bajarla forzosamente pues así parece confirmarlo la experiencia, en cambio ni sea demasiado larga ni tampoco demasiado pronunciada? Pues bien, la respuesta parece hallarse exactamente en el mismo lugar del cual nació: como el sujeto se ha quedado sin su fuente de preocupación “favorita” sustituyéndola después por una preocupación más nueva, interna, pero sobre todo de mucho más difícil solución que la anterior, cabe suponer que si le encontrásemos un sustituto ¡el que sea! lo lógico sería pensar que así habremos solucionado al menos momentáneamente el problema, pues al encontrar el sujeto un nuevo motivo de preocupación que se oponga a su tranquilidad, también es muy lícito pensar que esta vez actuará del mismo modo, y así sucesivamente hasta que ya viejo y cansado, vaya un buen día y se muera.

Pero tal hipótesis tiene un gran punto débil, y es que tal hipótesis no es ni mucho menos aplicable en todos los casos, pues, ¿qué sucedería por ejemplo si alguien no encontrase un nuevo motivo de preocupación, o simplemente si no quisiera encontrar tal motivo de preocupación y por el contrario prefiriese dejar las cosas tal y como están? ¿O qué pasaría en el supuesto de que el sujeto en cuestión y de forma inconsciente se sintiese más a gusto dentro de su ya famoso “síndrome de abstinencia” que fuera de él? ¿Existiría entonces algún otro medio alternativo que le permitiese salvarse? ¿Que le permitiese levantar por fin la cabeza y mirar al mundo sin más miedo que el estrictamente necesario? ¿Pero y qué pasaría si tampoco quisiera tomar ningún medio alternativo, si como consecuencia de la gran cantidad de energías gastadas ya entre un proceso y otro hubiese quedado tan extenuado que apenas pudiera levantar un brazo sin sentirse agotado? ¿Tendría semejante problema solución?

Llegados a este punto el camino se divide en dos. Por un lado nos encontraríamos con un primer grupo de melancólicos crónicos y fáciles de comprender debido a su horizontalidad que al no hacerse demasiadas preguntas sobre cuáles podrían ser las causas de su enfermedad, podrían continuar sin excesivos problemas por unas vidas relativamente apacibles hasta el día en que o bien un milagro o bien la muerte los sacase de ellas, y un segundo grupo de naturaleza mucho más radical, vertical, incongruente y por lo tanto compleja (y es este segundo grupo el que nos interesa de una forma muy especial por hallarse Giselle entre ellos) que estaría formado por un amplio abanico de melancólicos episódicos y salvajes del más alto a nivel, y que iría desde una especie de terrorismo emocional sumamente agresivo y antisocial, a una especie de también terrorismo puro y duro (pues sino no jamás hubiesen formado parte de dicho grupo) pero que a diferencia del subgrupo anterior, estaría dotado de ciertas tendencias conservadoras, factor éste que no haría otra cosa que otorgarles mayores posibilidades de curación si los comparamos con sus violentos compañeros, y todo ello debido a la aplicación en su método de una inteligencia basada en la experiencia, así como de una relativa tibieza y planificación de todos y cada uno de sus actos. Ahora bien, ¿pero y qué queremos decir cuando hablamos de melancólicos radicales, hostiles, incongruentes y complejos? ¿Y cuándo hablamos de melancólicos episódicos y salvajes al más alto nivel? ¿Y cuándo hablamos de la división de este ya subgrupo en dos facciones claramente diferenciadas, una más moderada y otra más radical?

Antes de nada sería altamente beneficioso aclarar que si hemos aludido al término melancólico para englobar y definir a todos aquellos individuos que consciente o inconscientemente habían sido incapaces de superar “la pérdida” de su amenaza (ya fuese porque no habían encontrado los medios para sustituirla o bien porque “no” habían querido o no habían podido hacerlo) ha sido principalmente, porque de entre todas las patologías derivadas de la pérdida de un “algo”, lo que sea, sin duda nos parece la melancolía la más apropiada para tal fin precisamente por estar constituida en gran medida por elementos inconscientes (elementos estos que por ejemplo la diferencian claramente de la aflicción sin ir más lejos) y de ahí que la pérdida de ese “algo” llegue a pasar inadvertida incluso para ese mismo sujeto, el cual no lo olvidemos, es la víctima de tal proceso de destrucción interna y masiva.

Aclarado este punto, debe quedar muy claro que el siguiente paso que hemos dado ha sido el de separar y clasificar a todos esos melancólicos aparentemente dispersos en dos grandes facciones claramente diferenciadas (casi opuestas diría yo) siendo la base de una de estas más moderada y la característica principal de la cual sería el hecho de que el afectado permanece inactivo ante unos síntomas que apenas distingue y de ahí que acaben por desembocar en una depresión de largo recorrido de la que no se llega a tener jamás la menor constancia, y una segunda facción (y es a esta facción a la que èrtenece Giselle) mucho más violenta y compleja que la anterior, que por el contrario sí habría acabado por desarrollar una especie de resistencia que en función de su importancia y tamaño, finalmente los habría integrado primero y repartido después en la siguiente clasificación que hemos llevado a cabo: subgrupo número uno; aquellos que por su naturaleza menos agresiva buscan una solución más o menos inteligente a un problema del cual aunque no entienden el origen en cambio sí empiezan a vislumbrar sus terribles consecuencias, y subgrupo número dos; aquellos otros que muy por el contrario y debido especialmente a su intransigencia, se niegan a buscar una terapia eficaz que pueda sacarlos de una vez por todas de la situación tan penosa en la que ellos mismos ya empiezan a intuir que se hallan.

En cuanto a cuáles son los síntomas de este último grupo habría que decir que mientras que la facción “dócil” parece buscar ya vías de escape más o menos seguras para una enfermedad de la cual empiezan por fin a tomar conciencia, esto es, rebajan sus pretensiones iniciales, intentan de forma decidida adaptarse al mundo que los rodea y al cual saben en definitiva que tarde o temprano deberán someterse, los miembros del segundo subgrupo en cambio (y a partir de ahora nos centramos exclusivamente en este segundo subgrupo por ser Giselle miembro inequívoco de él con lo cual habríamos dado un paso más en la clasificación que estamos llevando a cabo) parecen seguir obstinándose en profundizar más y más por los recovecos siempre imprevisibles del largo camino que emprendieran desde que quedara su amenaza sin motivo, llevándoles tal situación a unos niveles tan elevados de desajuste emocional, que difícilmente llegan estos caminos a ser reversibles por muy fuerte que sea emocionalmente la persona que los transita.

El sujeto que sufre este tipo de patología entra entonces en una terrible espiral de incalculables consecuencias, y que hace oscilar al enfermo desde la más absoluta oscuridad hasta la más cegadora de las claridades de tal modo que parece que sólo en los extremos parece sentirse cómodo. Alternando desde el polo positivo al polo negativo de una misma pila que en su totalidad no es otra cosa que su propia patología, y todo ello sin que el enfermo llegue a comprender ni el porqué de su comportamiento, ni menos aún porqué caminos secundarios ha llegado hasta semejantes delirios. Por ejemplo, es muy común en tales personas que al haber dejado atrás el motivo de aquello que tanto les había preocupado sólo un tiempo atrás (en el caso de Giselle la amenaza de una muerte más que segura recordémoslo) lo que hacen una vez llegados a este punto, es percibir la vida como un regalo del cual hay que disfrutar lo máximo posible, pasando a actuar en consecuencia con una despreocupación ante la vida impensable desde luego para una persona dotada de un aparato psíquico y emocional normal. Mientras que si por el contrario nos vamos al extremo opuesto, esto es, si nos vamos al polo negativo de esa mima pila de la que hablábamos antes, pues entonces nos encontramos con que el enfermo puede llegar a tal grado de dolor, de percepción de soledad, que desde luego tal situación es igualmente impensable en una persona que no sufra dichos trastornos mentales. A partir de ese momento lo que sucede es que el enfermo baja un punto más en su terrible escala de degradación continua, pasando a formar parte de una especie de juego de contrastes mediante el cual sólo se consigue la felicidad o la tristeza cuando la compara con su contrario, y así sucesivamente hasta que tal proceso es frenado o bien por alguna fuente que tiene su origen en el exterior, o bien cuando es detenido bruscamente por alguna fuerza que surge de un interior cada vez más convulso y excitado.

Pero si bien es cierto que el enfermo se mueve continuamente de un extremo a otro pues únicamente así parece hallar una satisfacción momentánea, también lo es que dicha transacción «felicidad-depresión» no se lleva a cabo de forma inmediata, sino que más bien se podría decir que exige un mínimo de tiempo para llegar a producirse, transcurso de tiempo éste durante el cual el “viajero” tiene la posibilidad de contemplar el paisaje de tierra quemada que ha ido dejando a su paso. Es precisamente entonces y cuando el enfermo recupera parte de su sentido de la realidad tanto tiempo perdido, cuando que al contemplar su vida y en lo que ésta se ha convertido, no puede evitar sentir un pánico que se desborda como un trueno y para el cual no parece existir remedio posible a excepción de volver a los siempre confortables extremos. A partir de aquí la situación se agrava considerablemente, siendo el motivo principal de este empeoramiento, que el enfermo cada vez es más consciente de que dichos procesos transacción son sumamente dolorosos, intenta realizar por todos los medios dichas transacciones en el mínimo de tiempo posible creyendo erróneamente que con ello minimiza los efectos. La siguiente vuelta de tuerca a la que se ven arrojados tales enfermos, es aun más grave si cabe que la anterior, y consiste en evitar tales movimientos, pues sin duda, el enfermo a comprendido que tales desplazamientos no le causan ningún bien -todo lo contrario- y de ahí que simplemente llegue un momento en que prefiera instalarse definitivamente en uno de los dos extremos y quedarse en él para siempre a la espera de alguna idea mejor.

Tal cuestión a su vez nos lleva a la inevitable pregunta de ¿pero en qué lado preferirá instalarse el enfermo? ¿Será en el lado de la felicidad? ¿o por el contrario en el lado de la depresión continua, en el siempre excitante lado de los desajustes nerviosos? Pues bien, la respuesta en este caso es tan sencilla que casi nos sentimos decepcionados al formularla: es totalmente indiferente el lugar que escoja el enfermo para instalarse definitivamente pues al haber quedado anulado el juego de contrastes que hacía posible o bien una felicidad rotunda o bien una depresión también rotunda, todo acaba convirtiéndose en una misma cosa. Es decir, en una especie de tierra de tonos grises y holografía plana en la cual el sujeto deambula como un zombi, y dentro del cual, si bien es imposible que nada haga reír ni nada haga llorar hasta la extenuación tal y como sucedía cuando todavía existían ambos extremos, también lo es que hay que reconocerle a dicho estado “neutral” la capacidad de conceder la siempre agradable sensación de un falso pero a fin de cuentas efectivo bienestar.

Llegados a este punto la cosa se complica aún más. Pues por un lado cabe la posibilidad de que tal situación acabe por degenerar en un automatismo social en el cual el enfermo se refugia para formar parte de un todo que a su vez le impida tomar demasiada consciencia de sí mismo (con lo cual se equipararía al grupo ya mencionado al principio de esta misma clasificación de melancólicos estériles y dóciles sólo que algo más viejo y tras un recorrido mucho más largo y penoso), mientras que por el otro lado y es este el lado auténticamente peligroso de la misma moneda pues se trataría de una batalla perdida de antemano, por derivar en una especie de sociopatía que el enfermo considerará además plenamente justificada.

En cuanto al tema de los autómatas sociales poco más querríamos añadir, a excepción del hecho que Giselle no llegó nunca a formar parte de ellos, de lo cual se deduce que efectivamente tomó la dirección contraria, la del aislamiento, tema éste que por su gran profundidad y múltiples conexiones intentaremos abordar al menos por la parte que a Giselle le toca.

Hasta ahora hemos dicho que el individuo finalmente se decanta por un aislamiento casi total que únicamente se ve alterado de vez en cuando y sólo en el caso de que sea estrictamente necesario, cosa que por lo general, sólo ocurre cuando se ve obligado a cumplir algunas de sus necesidades más básicas. También hemos dicho que tal necesidad de aislamiento, procede del dolor que le causa al sujeto todo aquello cuanto hay en el mundo exterior y en especial de todas aquellas situaciones que le recuerdan su estado. Pero de lo que no hemos hablado en cambio, es de por qué dicho enfermo parece ser incapaz de formar parte de ese “todo” el cual a pesar de sus múltiples deficiencias, es indudable que posee ciertas propiedades terapéuticas que muy bien podrían ayudarle a resolver su ya dichoso problema. Llegados a este punto nos encontramos pues con que quizás la explicación más plausible para esta inadaptación social, es la de que el sujeto y debido al mismo proceso de reducción de ideas al que lo llevado su enfermedad, ha llegado a tal conocimiento de sí mismo, a tal comprensión de sus dificultades, que ahora y cuando traslada esos mismos conocimientos a la señora que le vende el pan, o al amigo o amiga que viene a preguntarnos qué tal estamos, lo cierto del caso es que no puede evitar sentir otra cosa que no sea una decepción del tamaño de la isla de Manhatan, decepción que por añadidura, sólo puede ser contra atacada con el único instrumento que tiene a mano: un mayor aislamiento si cabe. En este caso sin embargo viene a producirse un hecho muy peculiar que sin duda nos llama poderosamente la atención, y es que el sujeto no sólo se hace cargo de su propia decepción ya de por sí inmensa, sino que además también se hace cargo de la decepción de los demás (se trataría pues de una especie de decepción universal si se quiere, es decir, el enfermo absorbe todas esas decepciones circundantes para después almacenarlas en su interior y echarse finalmente una soga bien resistente al cuello) con lo cual su enfermedad acaba por agravarse hasta unos límites ya inconcebibles. Otro dato que quisiéramos subrayar en lo referente a toda esta cuestión es la certeza de comprobar como una vez tras otra el enfermo aplica a todos los demás sus propios síntomas, y con ello las propias conclusiones a las que él ha llegado (se trata aquí sin duda de un error de apreciación del enfermo pues dicha apreciación parte de una premisa categóricamente falsa) con lo cual no es extraño que le parezca inaudito que tales personas no hagan nada para evitar su actual situación. Pero de lo que no se da cuenta por el contrario el enfermo es de que todas esas personas a las que él juzga y además condena, no perciben el mundo del mismo modo que lo hace él, sino que en la mayoría de los casos ni siquiera llegan a percibirlo de ningún modo. La suma de todas estas circunstancias, todas gravísimas, da como resultado que la franja ya de por sí gigante que separaba a nuestro náufrago con respecto al resto del mundo cada vez se vaya haciendo mayor, y tanto es así, que finalmente el afectado acaba por desistir decantándose por crear un mundo a su imagen y semejanza.

Entraríamos por tanto en la fase pura y dura del aislamiento absoluto. Hemos recorrido un largo camino hasta llegar aquí, y durante todo este trayecto no ha sido otra nuestra intención que irnos “despojando” del resto de melancólicos junto a los cuales habíamos iniciado esta clasificación, para una vez conseguido este primer objetivo, acompañar a Giselle de la mano por su tumultuoso y particular descenso hacia los infiernos. Sin duda atrás han debido quedar muchos otros que como Giselle sufrieron las consecuencias de una amenaza fuera esta del grado que fuera, pero que afortunadamente para ellos, y a diferencia de nuestra protagonista, sí es evidente que intuyeron unas consecuencias que la verdad, parece bastante sospechoso que una mujer de las características de Giselle no supiese esquivar al menos en parte. Tal hecho nos lleva por tanto a la suposición de que debe existir alguna diferencia entre Giselle y el resto de esos melancólicos que nos ha pasado hasta ahora inadvertida, y que debido a una importancia seguramente decisiva, ha sido la causante de que Giselle no haya sabido o no haya querido buscar nunca una vía de escape para su problema.

Es más, si contemplamos de forma objetiva la trayectoria seguida por Giselle durante todo este tiempo, podremos observar sin demasiada dificultad, como en ningún momento a buscado una salida eficaz a su estado depresivo, sino que más bien, ha hecho siempre todo lo contrario. Desde luego aquí habrá quien pueda objetar que como no sabemos que destino siguieron todos aquellos que en algún momento estuvieron o participaron de la misma situación que Giselle, es también imposible saber si en realidad no fueron estos otros quienes tomaron la dirección equivocada y no así Giselle. Pero si por el contrario partimos de la base de que al menos todos ellos sí se esforzaron por buscar una alternativa aunque después ésta resultase inefectiva, es decir, si aceptamos que todos ellos conservaron siempre cierto instinto de supervivencia aunque todo ello acabase desembocando en un inmenso error, pues entonces también caeremos en la cuenta de que por lo menos no fue porque no lo intentaran.

Giselle por el contrario no hace nada salvo trazar una vertical desde un punto A a un punto B como si de las coordenadas de un accidente mortal se trataran, y haciendo siempre caso omiso a las órdenes dictadas por un "sentido común" que en realidad no desea otra cosa que su propio bienestar. En lo referente a este punto también hemos podido observar que tal comportamiento debe obedecer por fuerza a cierta conducta de origen masoquista, ya que le resulta imposible infringírsela al mundo que la rodea y maltrata sin piedad. Pero sin embargo continuaría sin respuesta la cuestión de si efectivamente interviene en este proceso alguna otra causa más que se nos haya pasado hasta ahora inadvertida. En efecto, la única cosa que se nos ocurre es la posibilidad de que debido a la naturaleza imprecisa y sumamente intensa de su amenaza (recordemos que fue una máquina quien le auguró un futuro de lo más negro) en realidad Giselle jamás ha llegado a desprenderse por completo de ella, es decir, todavía espera de algún modo ser ejecutada, hipótesis ésta que vendría a avalar en un porcentaje muy elevado el por qué de su forma de actuar, o para ser más precisos, el por qué de su forma de no hacer absolutamente nada.

Tal hipótesis nos lleva a inclinarnos pues hacia la idea de que Giselle no intenta salvarse porque en lo más profundo de su ser, todavía cree que va a morir más temprano que tarde. Como también debe ser esa la explicación de que no tome medida alguna para protegerse pues en cierto modo, continúa considerando que aunque la máquina si bien es cierto que ha errado de forma incomprensible a la hora de precisar el momento exacto de su muerte, en cambio no ha debido equivocarse en absoluto a la hora de valorar los posibles daños generales. Es decir, Giselle a pesar de todo, se ve a sí misma como una muerta viviente, y de ahí que no haga nada por curarse pues como muy bien sabemos todos nada puede morir dos veces. En cuanto al por qué de esta aparente sumisión con respecto a un destino que a ella se le antoja como inevitable (aunque en realidad luego aparente actuar de forma totalmente opuesta, un ejemplo sería el abandono de su vida conyugal, o su posterior fuga hacia las montañas, o incluso su intento a la desesperada de reducir los riesgos a la mínima expresión) quizás habría que buscar las causas en su propia educación, que no lo olvidemos, es de origen católico con todo lo que ello supone. Ya en la primera entrevista que Giselle mantuvo con el doctor Steinberg pudimos observar con suma claridad, la rigidez de tales tendencias religiosas a pesar de que ella misma no duda en aceptar lo insostenible de tales argumentos. Asimismo, no sólo se trataría de la religión y sus posibles connotaciones negativas (el tema de su infidelidad, el aborto, etc.) sino que además habría que sumarle otro factor igualmente importante y de gran influencia sobre nuestra cultura; la creencia todavía hoy muy extendida de una especie de geometría u orden cósmico según el cual todo lo que empieza acaba, etc.

Pero si bien parece más o menos probado que hemos dado con algunas de las claves más importantes que explicarían el comportamiento de Giselle a la hora de enfrentarse a su destino (imprecisión e intensidad de su amenaza, un carácter incomprensiblemente estático de sus tendencias religiosas, la tendencia a creer en una especie de carácter circular y/o simétrico de los hechos) por el contrario no han quedado en absoluto claros los múltiples efectos derivados de ese mismo comportamiento ¿Hacia dónde la conduce tal encrucijada pues? ¿O cuáles son las aplicaciones que dicho comportamiento tienen en el mundo real, en su vida diaria y al margen de especulaciones y teorías de todo tipo?

Sobre esta cuestión habíamos dicho que Giselle llega hasta este punto como consecuencia de una política de “no acción” que acaba por degenerar a su vez en una fractura con respecto al mundo que la rodea, y de ahí que haya llegado un momento en el que se encuentre ya totalmente perdida en ese mismo mundo al que ya ni comprende ni quiere comprender. Además, fue ella misma quien cerró personalmente todas las puertas por donde creía que podía llegar el peligro en cualquiera de sus infinitas formas, así que ahora tampoco es extraño que no se atreva a dar marcha atrás y recorrer ese mismo camino pero en esta ocasión en la dirección opuesta.

A Giselle en particular tal situación acaba por resultarle irrespirable pues apenas se relaciona con nadie, y cuando lo hace, resulta que ha pasado tanto tiempo imbuida en sus propios pensamientos que ahora y cuando alguien le habla de tal o cual tema, no puede evitar sentir una sensación parecida a la de haberse dejado el televisor encendido. Otro de los problemas que le conlleva a Giselle el pasar demasiado tiempo a solas, es el de haber adquirido una infinidad de manías y excentricidades de todo tipo, que ahora difícilmente puede aplicar fuera de su casa sin que previamente la tachen de loca, con lo cual y para evitar daños mayores, Giselle se ve asimismo forzada a reprimirlas al menos cuando se encuentra en algún lugar público con la consiguiente frustración y enfado que ello le supone. Pero no acaba ahí la cosa, pues luego está el tema de la unilateralidad, de los “totalitarismos”, pues al haber tomado Giselle todas y cada una de sus decisiones sin consultarlas con nadie, lo que pasa es que todo cuanto hace y todo cuanto dice parece ser algo así como la víctima inocente de una dictadura sólo comparable a uno de esos regímenes estalinistas en los cuales nadie podía levantar la voz sin esperar ser fusilado después por ello.

Así llegamos a su segundo invierno en soledad. Los días cambian de color y ahora es un gris nauseabundo el que lo cubre todo. Además, en la calle hace un frío tremendo que provoca que la gente permanezca placidamente en sus casas durante días y semanas al calor del fuego y las familias. A Giselle en cambio le cuesta horrores levantarse, le cuesta horrores dormirse. Le cuesta horrores incluso concentrarse. Comenzaría aquí la temible fase de las intoxicaciones. Los barbitúricos le permiten al menos de una forma transitoria salir adelante hasta que finalmente acaban por convertirse en un problema en sí mismos. De ahí a la siguiente y última fase: paso número uno marcarse un día concreto; fecha, hora, incluso un minuto determinado para evitar con ello posibles postergaciones, y paso numero dos, dirigirse al cuarto de baño, y cometer, tal y como se conoce en algunos círculos policiales, "el crimen perfecto".