Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



viernes, 4 de junio de 2010

La figura mítica en Frankenstain o El moderno Prometeo: UNA APROXIMACIÓN PSICOLÓGICO-ESTRUCTURAL

1- Introducción:

Muchas veces a lo largo de la preparación de este trabajo llegué a creer con total convencimiento que su finalización iba a resultar del todo imposible. Que su fecha de entrega, pesada como una losa, se iba a convertir en un obstáculo insalvable, y que por tanto, todos mis esfuerzos por concluirlo iban a resultar inútiles. Las causas, con todo, no me eran desconocidas: a) una bibliografía que abordaba el objeto de mi trabajo desde diferentes perspectivas pero que sin embargo raras veces acababa de adecuarse a mis necesidades más fundamentales, b) la falta de un tiempo enormemente valioso el cual de haber sido más amplio me hubiese proporcionado la posibilidad de asimilar y organizar con mucho mayor detenimiento toda la información que poco a poco iba acumulando, c) las lógicas y muchas veces inexcusables limitaciones personales a las cuales me he visto expuesto como el que se ve arrojado a los leones, pero sobre todo d) la propia complejidad de un tema que como consecuencia de su naturaleza esencialmente abstracta e insustancial, muchas veces llegué a creer incluso inexistente.

Ahora bien, ¿a qué podría obedecer tanta complejidad a la hora de redactar un simple trabajo? ¿o por qué su objeto principal y verdadero motor seguía mostrándose al margen de algunas de las justificaciones ya expuestas, tan confuso, tan opaco, tan inasible?

La respuesta es hasta cierto punto, evidente: pues porque llegar a comprender -o por lo menos intentarlo- en qué consiste y cómo se comporta lo que aquí y de una forma un tanto genérica vamos a denominar a partir de ahora «figura mítica», no es, ni mucho menos, una tarea sencilla. Como tampoco lo es intentar determinar allí hasta donde lo permiten nuestros conocimientos, cuáles son los principales «recursos estilísticos» que intervienen en su formación, cuáles las fases que atraviesa la «figura mítica» antes de poder verse en disposición de ejercer como tal, cuáles las “repercusiones literarias” que la presencia de dicha figura impone sobre el resto de la trama, o incluso cuáles pudieron haber sido los factores que contribuyeron a convertir dicha figura en un auténtico mito moderno.

Así pues, y antes de pasar a todas estas cuestiones por otro lado fundamentales si es que de verdad pretendemos concluir nuestro trabajo con un mínimo de éxito, quizás convendría acotar aunque sólo sea parcialmente, qué es lo que nosotros entendemos aquí por «figura mítica», pues es lógico suponer que contra más claro esté ese concepto para el cual -todo sea dicho- no hemos encontrado un apelativo más preciso, más claras estarán igualmente todas y cada una de las derivaciones que nosotros, y en la medida de nuestras posibilidades, vayamos estableciendo.


2. La «figura mítica», una aproximación conceptual:


Cuando en un intento por comprender de dónde surgía una cantidad de temas tan descomunal -lo que yo en aquel momento decidí denominar utilizando una mezcla de argot arquitectónico y literario «carga temática»- me fui aproximando a la obra de Mary W. Shelley para ver si con ello era capaz localizar la verdadera causa que había motivado que tras la lectura de aquella diminuta novela, yo, sin ir más lejos, contase con más de treinta posibles temas igualmente interesantes a desarrollar, poco a poco fui cayendo en la cuenta de que más allá de la habilidad de su autora para disponer los personajes, o incluso más allá de cualquier otra razón que en uno u otro grado hubiese permitido mejorar la novela desde un punto de vista estrictamente literario, lo que de verdad hacia girar todo aquel engranaje con una energía ilimitada, era ni más ni menos que la presencia continuamente incómoda e incluso en algunos casos inconcebible, del monstruo creado por Víctor Frankenstain en un arranque de soberbia.

A partir de ahí surgieron, pues, las preguntas: ¿pero cómo era posible que la presencia de un solo personaje y por terrible que fuera su presencia causara a través de una especie de “efecto dominó” una cantidad tan descomunal de ideas, temas y sub-temas? ¿o a través de mecanismos ya no sólo literarios sino también lingüísticos y psicológicos sin duda, había llegado a producirse semejante “cataclismo literario”? ¿pero entonces de verdad era factible hablar de un caso aislado o por el contrario todos esos mecanismos y en el caso de existir efectivamente, eran extrapolables a otras novelas, a otras historias, a otras literaturas, a otras realidades no-literarias? porque de ser en efecto viable algo así ¿se podía hablar en consecuencia de una serie de estructuras más o menos fijas al estilo de las propuestas por Claude Lévi-Strauss y los estructuralistas, o en cambio no se podía hablar más que de coincidencias, de fenómenos que se parecen hasta cierto punto pero que una vez rebasado ese punto se distancian definitivamente? y aun más ¿todo lo que uno denomina genéricamente mito es de verdad mito o por el contrario existen dentro de los mismos diferentes parcelas, diferentes capas, diferentes grados, diferentes complementos “míticos” del mismo modo que en el lenguaje no todo son ni pueden ser verbos?

En mi empecinamiento por hallar un centro de gravedad que me permitiese seguir adelante con una comprensión más profunda de la «figura mítica», llegué a la conclusión de que únicamente a partir de la figura del monstruo, podría encontrar la estabilidad estructural necesaria para llegar al fondo de toda aquella cuestión. De que sólo a partir de su presencia -o mejor dicho, de su omnipresencia porque dicha figura parecía inundarlo todo- adquirían un significado más o menos completo el resto de elementos presentes en la novela. Más aún: mi decisión de identificar el mito de Frankenstain en la figura del monstruo y no en la de ningún otro personaje de la misma, quedaba asimismo justificada por el hecho de que todos los otros elementos eran en mayor o menor medida prescindibles mientras que no ocurría lo mismo con la figura del monstruo. Es más, incluso la figura del propio Víctor Frankenstain podría haber sido substituida por otra y la trama hubiese seguido -aunque probablemente con mayor dificultad y menor intensidad- funcionando. Dicho con otras palabras: cualquier intento de supresión del mismo, causaba el hundimiento argumental de la novela.

Es así precisamente como surge con toda su fuerza la idea de una «figura mítica» plenamente identificada con la figura del monstruo y definida como aquella parte o elemento del mito sin el cual el resto de elementos carecerían del más mínimo sentido. Como también es desde este punto de vista hasta cierto punto subjetivo, como nosotros llegamos a responsabilizar de toda esa «carga temática» de la que hablábamos anteriormente, a una sola figura, si bien más adelante esperamos poder demostrar como las cosas, en realidad, son mucho más complejas de lo que podrían parecer en un principio. Sin embargo y por el momento baste con señalar que nuestra intención no es reducir toda la enorme carga temática de “Frankenstain o El moderno Prometeo” a la presencia única y exclusiva de la «figura mítica», sino más bien la de delimitar y distinguir ciertos conceptos para hacer así más sencilla su posterior identificación.

Pasemos pues y sin más preámbulos, a los recursos estilísticos que contribuyen en la formación y desarrollo de la «figura mítica».

3- Los recursos estilísticos en la «figura mítica», un modo de expresión:

Una vez hemos precisado en qué consiste la «figura mítica» así como el por qué de su deliberado aislamiento con respecto al resto de elementos que forman el mito, le ha llegado el turno a algunos -muy probablemente no todos- de los recursos estilísticos que intervienen en la propia formación y desarrollo de la «figura mítica». Sin embargo a este respecto quizás resultaría beneficioso aclarar con la esperanza de que ello evite futuros malos entendidos, que no se trataría tanto que la propia «figura mítica» esté formada por tal o cual recurso estilístico pues sus verdaderos componentes son en realidad otros, sino más bien que la «figura mítica» necesita obligatoriamente –o por lo menos así sucede en el caso concreto del monstruo creado por Víctor Frankenstain y mucho me temo que lo mismo ocurre con otras «figuras míticas» de características similares- de la presencia de ciertos recursos estilísticos pues de lo contrario sería incapaz ya no sólo de mostrarse como tal, sino incluso de marcar la diferencia por otro lado decisiva entre una «figura mítica» y una figura, para que nos entendamos, «no-mítica». Así pues y una vez hemos aclarado que la «figura mítica» se distingue además de por su “imprescindibilidad” o imposibilidad de ser suprimida, también por su aspecto, por la forma gracias a la cual nosotros quedamos en disposición de reconocerla como tal, parece evidente que el siguiente paso deba ir dirigido hacia el análisis de esa relación entre la «figura mítica» por un lado, y algunos de los recursos estilísticos de los cuales ésta se sirve para ejercer como tal por otro.

Examinemos a continuación los tres recursos básicos sobre los cuales se sostiene esa relación figura-mítica-recurso-estilístico –ya hemos advertido que es posible que no sean las únicas- y quizá así comprenderemos de un modo más preciso el funcionamiento ya no sólo de la «figura mítica», sino también la de los propios recursos estilísticos implicados en dicha relación:

a) La alegoría:

Cuando a la pregunta de «¿en qué sentido la «figura mítica» podría entrelazarse y entrar en contacto con el recurso semántico de la alegoría?» respondemos que en el sentido de que la alegoría contiene como una de aquellas enigmáticas cajas chinas muchos más significados además del evidente, lo cierto del caso es que tan sólo nos estamos aproximando a un mecanismo de enorme complejidad en el cual además de encontrar gran cantidad de cuestiones relacionadas por así decirlo con la simple literatura, también y por encima de todo, es muy fácil detectar una serie de cuestiones más bien relacionadas simplemente con la lingüística, y de una forma aun más particular, con la semiología. En efecto, cuando uno y en su intento por comprender cómo es posible que una sola imagen –en este caso la figura del monstruo creado por Frankenstain- pueda contener una cantidad tan singularmente enorme de significados, descendemos como un buzo a las profundidades de esa especie de taller siderúrgico donde se funden el lenguaje y el pensamiento, lo primero que detectamos es que lo que nosotros hemos denominado «figura mítica», vendría a corresponderse a la perfección con lo que algunos autores como Robert Barthes especialmente, habrían descrito como un significante el cual por medio de una especie de “timo lingüístico”, algo así como un juego de trileros en el cual las tapas equivaldrían a los significantes y las bolas que se ocultan bajo ellos equivaldrían a los significados, primero se habría vaciado al significante de su significado original, y después se habría sustituido por otro diferente generando gracias a ellos una especie de juego de espejos infinito por medio del cual a cada espejo le corresponderían cientos de imágenes, cientos, no lo olvidemos, de significados. Pero eso no es todo porque del mismo modo en que el significante se apodera del significado, por así decirlo, de otros significantes, también los significados modifican y condicionan la propia forma del significante en el cual, finalmente, se han visto depositados.

Así pues y para recapitular pues no siempre resulta sencillo comprender tales conceptos, podríamos concluir con la idea de que si nuestra «figura mítica» -en este caso el monstruo creado por Víctor Frankenstain- dispone de la posibilidad de aglutinar como una especie de caleidoscopio, múltiples significados pues ello dependerá en buena medida de la perspectiva desde la cual sea observada, pues bien, no sólo se debe al hecho de que haya sido capaz de absorber múltiples significados en cierto modo próximos a su significante, sino que también podría ser explicado por el hecho de que todos esos significados y una vez bajo la influencia del nuevo significante, se habrían puesto primero en contacto entre sí alterándose e influenciándose con ello mutuamente como si todos formaran parte de una especie de enorme circuito eléctrico en el que todas las piezas están conectadas, y segundo, como un conjunto de piezas que finalmente se han integrado en un sistema lingüístico muyo mayor, del cual el significante vendría ser como una especie de carcasa, de fachada, de molde.

De la combinación por un lado de ese significante o significantes “relleno” de múltiples significados y por el otro de cada uno de los posibles significados los cuales a su vez no serían más que versiones modificadas de los significados originales, surgiría lo que R. Barthes denominaba «significación». Es decir, algo sin duda muy parecido a lo que nosotros entendemos aquí por «figura mítica».


b) La hipérbole:


Si en un esfuerzo por comprender con mayor exactitud la naturaleza de la «figura mítica» nos preguntamos por el motivo o los motivos que hacen posible que todo ese proceso de concentrar e irradiar simultáneamente una multitud de significados no pueda llevarse a cabo de forma moderada y proporcionada, de forma podríamos decir «sostenible», la respuesta y nos sorprenda más o menos su contenido, siempre será negativa. Es decir, la «figura mítica» no puede ser por definición convencional, pues de lo contrario perdería la mayor y más importante parte de su sentido: la de distinguirse del resto de figuras bien sea por la vía de su multi-significación bien sea por la vía de su aspecto, bien por la combinación de ambas vías a la vez. Ahora bien, ¿por qué debe ser así tal y como observamos con relativa claridad en el monstruo creado por Frankenstain? ¿o por qué tendría que ser imposible desde un punto de vista argumental plantear la posibilidad de un monstruo igual o como mínimo muy parecido al de cualquier otro ser humano más o menos normal? o más aun ¿por qué y a pesar de la inconsistencia que ello supone desde el punto de vista de la trama, Mary W. Shelley se decanta por crear un monstruo totalmente diferente de los demás hombres a pesar de que la "justificación científica" sobre la que se sostiene semejante idea parece sin duda más bien débil? ¿es que acaso no hubiese sido más sencillo para el propio Víctor Frankenstain resucitar a un solo hombre normal y corriente aunque asegurándose de que se tratase de un desconocido, que unir los pedazos gigantescos de varios hombres de enorme estatura con todas las dificultades técnicas y científicas que ello supone? ¿es que acaso no resulta mucho más convincente desde el punto de vista de los acontecimientos dejarse simplemente llevar y no forzar demasiado las cosas?

No nos dejemos engañar: si el monstruo es retratado por Mary W. Shelley como un ser extremadamente vengativo, violento, radical, solo, gigantesco, con una fuerza desproporcionada, con unas habilidades físicas y mentales fuera de lo normal, o incluso mucho más feo de lo que uno y a pesar de sus intentos por visualizarlo se pueda imaginar, no es por casualidad. Todo lo contrario: el monstruo o lo que vendría a ser lo mismo en este caso, la «figura mítica» que contiene ese monstruo, deben ser así y de ningún otro modo precisamente porque ese es su cometido. Porque esa y ninguna otra es la función que se le ha encomendado: la de oponerse como una mancha negra sobre un fondo blanco, al resto de personajes y elementos a los cuales por un simple juego de pesos y contra-pesos se distancia.

El recurso de la hipérbole funcionaría pues como el instrumento más adecuado que la «figura mítica» encuentra a su alcance para mostrarse desproporcionada, y desde ahí proporcionar a la autora la posibilidad de ensanchar su punto de vista, y con ello, de ampliar la gama de recursos argumentales.

c) La paradoja:

Hasta ahora lo único que hemos hecho ha sido a) intentar acceder a lo que nosotros quizás y únicamente de forma intuitiva hemos designado como el núcleo del mito o «figura mítica», b) analizar como ese núcleo o «figura mítica» del que hablamos se convierte a través de una especie de circuito lingüístico infinito en una figura que puede llegar a contener múltiples caras, colores y texturas impensables en un principio, y en último lugar c) comprobar como para que esa «figura mítica» se distinga del resto de elementos además de por su interior también por su apariencia externa, previamente hay que desplazarla hacia algunos de sus extremos, pues a veces, no siempre, sólo a través de la caricatura es posible recordar ciertas caras.

Pero sin embargo todavía nos falta por ver cómo además del hecho de que la «figura mítica» disponga de múltiples “identidades” así como del hecho de que ésta deba ser, para funcionar correctamente, exagerada y excesiva, se deba introducir igualmente un componente de “ficción dentro de la ficción misma”, a partir del cual la realidad literaria ya no sólo sea desafiada por una figura que en algunos casos llega a rozar lo inverosímil, sino que también lo sea por una figura que definitivamente se sitúa fuera de los márgenes previamente convenidos por el común de los personajes. Es decir, la «figura mítica» no sólo debe ser exagerada hecho que como hemos visto se consigue por medio de la utilización del recurso de la hipérbole, sino que además debe ser imposible desde un punto de vista “lógico y racional”. Desde un punto de vista, para que nos entendamos, intra-literario. Ahora bien, ¿en qué sentido la figura del monstruo rebasa los límites de lo que podríamos denominar "su realidad literaria"? o dicho con otras palabras ¿en qué sentido e independientemente de lo que creyera su autora al crear el personaje del monstruo -pues lo cierto es que tampoco ella era consciente de que su obra acabaría convertida en un mito moderno- escapa del terreno de lo real para penetrar en el terreno siempre imprevisible de lo «no-real»?

Más allá de las causas o incluso de las consecuencias que la aplicación de semejante recurso literario pueda conllevar al total del desarrollo de la obra, lo que a nosotros por el momento nos conviene tener presente, es simplemente que la «figura mítica» debe poseer como mínimo las siguientes características para poder seguir adelante con su normal desarrollo: uno; que debe ostentar algún tipo de cualidad o cualidades inalcanzables para el resto de personajes de la obra por mucho que estos intenten impedirlo, dos; que esa cualidad o cualidades de las que hablamos y que ninguno de sus compañeros de novela puede compartir con ella vendrá determinada por la media de las características generales del resto de personajes y no a la inversa, y tres; que esa o esas cualidades imposibles de asumir serán aceptadas en un mínimos suficientes por el resto de personajes de la obra como si de hecho, se tratase de algo hasta cierto punto normal.

Así pues y a la pregunta de ¿en qué sentido la figura del monstruo acaba convertida en una paradoja? podríamos responder que en el sentido de que otorga la apariencia de verdadero a algo que en realidad es absurdo e inverosímil incluso dentro de la ficción misma de la cual, en uno u otro grado, forma parte.

3- Formación interna de la «figura mítica»:


«Todo debe tener un principio, como diría Sancho Panza; y ese principio debe estar relacionado con algo que ocurrió antes. Los hindúes le dan al mundo un elefante para que lo sostenga, pero hacen que el elefante esté sobre una tortuga. La invención, debe ser admitido humildemente, no consiste en crear desde el vacío, sino desde el caos; en primer lugar se deben tener dispuestos los materiales, la invención puede dar forma a una sustancia oscura e indefinida, pero no puede crear de la nada la sustancia misma. En todos los asuntos de descubrimientos e invenciones, incluso en aquellos que pertenecen a la imaginación, se nos recuerda continuamente la historia de Colón y el huevo. La invención consiste en la capacidad de atrapar las posibilidades de un tema y en el poder de moldear y dar forma a las ideas que sugiere ».

Una vez hemos superado la primera mitad del presente estudio en la cual como ya ha quedado más o menos claro, nuestro principal objetivo era el de intentar comprender desde un punto de vista interno qué entendemos nosotros por «figura mítica» así como cuáles son algunos de los principales mecanismos que ésta utiliza para expresarse, parece conveniente pasar a la segunda parte del mismo, y comenzar examinar con mayor detenimiento los mecanismos a través de los cuales la propia «figura mítica» interactúa y se relaciona con el resto de elementos presentes en la novela y viceversa. Es decir, el modo o la manera a partir de la cual la figura del monstruo es introducida en la trama por su autora, así como el modo en el que ésta la recibe. Así pues y si de verdad es nuestro propósito exponer de la forma más ordenada y coherente posible la manera en que la «figura mítica» como elemento esencial de la misma se adapta al contexto literario del cual forma parte y a la inversa, deberemos forzosamente distinguir cada una de las fases por las cuales ésta atraviesa así como las principales características de cada una de ellas, pues sólo así nos encontraremos en disposición de observar su comportamiento desde el principio hasta el fin. Veamos pues en qué consiste cada una de esas fases que nosotros y a modo de esquema muy reducido proponemos, y a continuación y de forma paralela trataremos de explicar, muy brevemente por supuesto, cómo se desarrolla cada una de ellas.

“Secuencia genética” seguida por la «figura mítica» desde el momento de su formación hasta lo que muy bien podríamos denominar el momento de su total integración dentro del conjunto de la novela:

a) Existencia de un abanico más o menos amplio de significados los cuales por su proximidad e importancia con respecto a la autora en cuestión, en este caso Mary W. Shelley, serían susceptibles de acabar formando parte de lo que nosotros aquí y a partir de ahora vamos a denominar “sustrato mítico”. Algo así como el material original y todavía no procesado -el caos del que hgablaba Mara Shelley- del cual posteriormente se compondrá la «figura mítica».

b) Tratamiento o transformación de ese “sustrato mítico” en «figura mítica» por medio de la conjunción de varios procesos psíquico-literarios de enorme complejidad e importancia como por ejemplo el de la condensación, el de la deformación, el de la “alegorización”, el de la hiperbolización”, etc, etc, etc. Es más, en realidad y por supuesto no se trata de ningún secreto que nosotros debamos aquí preservar de las miradas ajenas, la formación de la «figura mítica» se asemeja o comparte muchísimos aspectos con la formación de un sueño.

c) Una vez el autor/a dispone de una «figura mítica» adecuada a sus necesidades básicas fundamentales, se trata de organizar del mejor modo posible, un contexto literario que permita el correcto desarrollo de la misma del igual manera que en una película se buscan los mejores escenarios posibles. Es decir, en este sentido no sería tanto que el contexto literario determina o por lo menos condiciona a la «figura mítica», sino que más bien nosotros proponemos la opción si bien no de forma restrictiva o absoluta, que es la «figura mítica» quien con su sola presencia, condiciona y determina al conjunto del contexto literario.

d) Diseño o creación de un argumento igualmente apropiado que permita adecuar el contexto literario creado por y para la ocasión a la propia «figura mítica». Es más, en este caso y del mismo modo que ocurría con el caso del contexto, el argumento dependerá en buena medida de las características de la «figura mítica». Es decir, si ésta es más bien de carácter cómica por poner un ejemplo cualquiera, parece conveniente que el argumento también lo sea. En cambio si ésta es como en el caso de “Frankenstain o El moderno Prometeo” ciertamente inquietante, el argumento deberá ser por fuerza igualmente inquietante.

e) Finalmente se procede a la revisión constante del argumento de tal modo que la forma se vaya ajustando progresivamente al contenido hasta que ambos elementos se identifiquen por completo. Esto es, hasta que no quede ni rastro de la mencionada unión, y por extensión, la unidad de la obra resulte por lo menos en ese sentido, impecable. No hace falta decir que la rigidez del texto así como la de algunas de sus ideas fundamentales, no hacen sino que dificultar y entorpecer dicha labor. De la habilidad del creador para sortear dichos obstáculos, dependerá en buena medida la consecución de dicha unidad compositiva.

Nota aclarativa: nuestra decisión de presentar la anterior “secuencia genética” en un orden causa-efecto-causa-efecto-causa-efecto, etc, etc, etc, dispuesto además en un solo sentido, responde únicamente a la necesidad de presentar las diferentes fases de forma ordenada lo cual -así lo entendemos nosotros y por tanto, así desearíamos que se nos entendiese- no quiere decir en absoluto que todas y cada una de esas mismas fases no puedan ser incluidas en una especie de sistema que se retroalimenta mutuamente y no hace falta decirlo, lo hace en múltiples direcciones.


4- Funciones internas de la «figura mítica»:


Si en un intento por comprender algunas de las consecuencias más importantes que la presencia de la «figura mítica» impone al resto de la trama, jugáramos al supuesto –muy recomendable y divertido por cierto- de plantear la posibilidad de construir dos situaciones literarias en un principio idénticas para después y como formando parte de un experimento sociológico-literario de enorme complejidad, introducir en una de ellas la «figura mítica» mientras que en la otra sólo fuese introducida una figura normal y corriente (es decir, nada, en definitiva, de figuras monstruosas compuestas como un puzzle de pedazos de seres humanos muertos) muy probablemente la primera conclusión a la que acabaríamos llegando sería la de que ni uno solo del total de personajes que forman parte tanto de una novela como de su “paralela”, se parecerían en lo más mínimo a pesar de haber recibido el mismo nombre, de haber nacido en los mismos sitios, e incluso de haber sido escritos por la misma pluma. Ahora bien, ¿pero por qué la presencia de la figura mítica debería transformar hasta tal punto al conjunto de personajes que forman parte de la novela? ¿o qué es lo que pasa exactamente cuando todos y cada uno de los personajes que componen esa novela en particular se ven obligados a enfrentarse a un nuevo personaje esta vez totalmente incalificable incluso para ellos mismos que se supone que son personajes de ficción y por tanto deben estar acostumbrados a todo?

Si la misma situación la trasladamos a un hipotético caso real -pues la novela en realidad es hasta cierto punto todo lo real que nosotros deseemos que sea- y observamos detalladamente cuáles son los efectos que la presencia de un hombre enormemente feo, enormemente grande, enormemente fuerte, enormemente violento, enormemente vengativo, enormemente cruel, enormemente hábil, enormemente rápido, pero sobre todo, enormemente muerto y vivo a la vez, produce en todos aquellos personajes que de un modo u otro entran en contacto con él, comprobaremos sin demasiada dificultad como la primera reacción a la cual deben enfrentarse todos ellos una vez se ha superado la sorpresa inicial, es la del pánico. La del miedo más insoportable y vacío. Por tanto y de ser cierta esta última suposición a la que hacíamos referencia –y todo parece indicar que sí y si no piensen ustedes en una figura como la del monstruo creado por Víctor Frankenstain entrando de repente en la cocina de su casa mientras ustedes cenan con su familia tranquilamente- pues entonces y por la misma regla de tres estaríamos hablando de un grupo de personajes más o menos amplio dentro de lo que es el conjunto de la novela, el cual como resultado de ese contacto con la «figura mítica» se vería obligado a modificar sustancialmente sus “habituales” pautas de comportamiento con todas las consecuencias que algo así supone: incremento sustancial del estrés, necesidad de tomar decisiones importantes sin tiempo alguno para sopesar las posibles consecuencias, imposibilidad de mostrarse ambiguo en ciertos momentos decisivos, exigencia de una rapidez así como de un instinto infalibles muy necesario para salir airoso de determinadas situaciones imprevistas, etc, etc, etc. Pero cuidado porque no todos los personajes de la novela entran en contacto “directo” con el monstruo con lo cual tampoco su comportamiento podría ser explicado exclusivamente a partir de su presencia, y por extensión, del miedo. Ahora bien, si por contra pensamos sólo un momento en cómo son todos esos personajes que no tienen tiempo a reaccionar ante la presencia del monstruo, es decir, ni con miedo ni sin él ¿qué es lo que vemos? o dicho con otras palabras: si la relación que mantiene monstruo y personajes no es una relación basada en el miedo, ¿de qué tipo de relación se trata?

Pues bien, la respuesta a pesar de que existen algunas excepciones fundamentales ya que de lo contrario nadie podría habernos transmitido toda la historia, es relativamente simple: la relación que por lo general y salvando las diferencias, mantiene todo asesino con sus víctimas.

Por tanto y de ser efectivamente cierto que la «figura mítica» asume como una esponja gigantesca el papel de una especie de mensajero del miedo y la muerte para el resto de personajes de la obra, y todos sabemos que la gente, por lo general, y sean personajes de ficción o no, se comporta de forma como mínimo no-normal ante dos “factores de riesgo” tan claros como lo puedan ser el miedo (¿a la muerte?) y la muerte misma, deberemos aceptar igualmente la idea que la «figura mítica», en realidad, vendría a cumplir esencialmente con la función de ser un enorme «agente perturbador» de las leyes físicas y morales imperantes, hecho que a su vez le permitiría modificar, alterar, invertir, y transgredir tantas veces como sea necesario, esas mismas leyes de las que hablamos hasta un punto ciertamente imposible de alcanzar por cualquier otro medio. Ahora bien: ¿pero por qué querría Mary W. Shelley en este caso, “perturbar” esa realidad literaria de la que hablamos? ¿o por qué, si lo miramos desde el ángulo exactamente opuesto, no podría conformarse con una realidad “no perturbada”? o aun más ¿qué beneficios puede extraer alguien, quien sea, de una realidad revuelta, confusa, cambiante, imprevisible, incierta, asfixiante, etc, etc, etc, por oposición a una realidad tranquila, clara, estable, previsible, apacible, evidente, sosegada, etc ,etc, etc?

Lo primero que se nos ocurre antes de entrar a valorar algunas de las respuestas que se nos puedan haber ido ocurriendo al hilo de las preguntas que hemos ido formulando, es que con ello uno evita como mínimo que las cosas continúen en la misma disposición en que la que se encontraban justo antes de que la «figura mítica» fuera introducida. Pero no es sólo eso, sino que introduciendo una «figura mítica» del tipo “x”, estaremos además alterando la realidad literaria, dirigiéndola en un sentido y no en otro. Me explico: si yo por ejemplo y tras una larga jornada de trabajo, decido, deliberadamente, crear un conflicto en casa porque ese día en particular me siento especialmente frustrado y lo único que deseo con todas mis fuerzas es desatar mi furia contra alguien que no sea mi jefe (ya que contra él obviamente no puedo pues de lo contrario me despediría), lo primero que deberé hacer si de verdad pretendo alcanzar mi objetivo, será preparar el conflicto de tal modo que se produzca justo en el lugar y en el momento en el que más ventajoso me resulte, pues, tengámoslo presente, en principio soy yo quien cuenta con la ventaja del factor sorpresa. Pero aún hay más porque no se trata sólo de que la «figura mítica» determine su contexto, que también, sino más bien se trataría de que soy quien crea una «figura mítica» determinada porque del mismo modo que en el ejemplo con el cual tratábamos de ilustrar como la «figura mítica» condiciona un determinado cambio de circunstancias, soy yo quien quiere crear un contexto (¿mítico?) determinado.

Ahora bien, y con esto ya acabamos: ¿pero de ser efectivamente cierto que soy “yo” quien posee cierto control sobre la creación de la «figura mítica» y que es ésta a su vez la que determina el contexto literario en el que se desarrolla, qué conclusiones puedo sacar yo de todo ello? o dicho de otra manera: ¿cuál es por tanto la verdadera y principal función de la «figura mítica» por lo menos desde el punto de vista de su creadora?

Pues bien, la respuesta es aun siendo parcial y en buena medida restrictiva, no por ello menos probable: la de facilitar en la medida de lo posible la creación de un contexto literario en el cual, yo, en este caso Mary W. Shelley, pueda hacer mis deseos más irracionales posibles sin temor a que nadie me pueda culpar por ello. La «figura mítica» pues, como una especie de arma literaria camuflada que destruye y protege a la vez. Es decir, destruye en el sentido de que tiene la fuerza y la voluntad necesaria como para arrebatarle la vida a todos aquellos que de algún modo "se lo merecen", mientras que se puede hablar de protección en el sentido que evita todas las posibles acusaciones que cualquiera y en la medida de sus posibilidades, pudiera albergar contra la creadora de esa misma «figura mítica». Esto es, la «figura mítica» como una especie de gran coartada imposible de desmontar como consecuencia de su multiplicidad de conexiones, de lo inextricable de su naturaleza.


5- La convergencia de los factores externos:


Pero ¿qué pudo haber llevado a Mary W. Shelley a decidirse por la composición de una «figura mítica» de semejantes características si en efecto damos por válidas algunas de las funciones que hasta ahora le hemos atribuido? o visto desde otra perspectiva lo cual no siempre quiere decir que las respuestas tengan porque ser necesariamente las mismas ¿qué esperaba conseguir desde un punto de vista extra-literario nuestra fascinante y precoz escritora en el supuesto de haber conseguido efectivamente dar forma a sus pensamientos y emociones más íntimos en unos mínimos aceptables?

Como es bien sabido, a lo largo todo proceso creativo, llega un momento más o menos crucial en el que el creador, como buen productor que se tercie, acaba por perder una parte esencial del control que poseía sobre los elementos con los cuales realizaba su laborioso trabajo para pasar a convertirse en un espectador, eso sí, privilegiado. Así pues y siguiendo por esta misma línea argumentativa, resulta bastante convincente teorizar sobre el hecho que cuando Mary W. Shelley concibió la obra y comenzó por tanto a escribir las primeras líneas de la novela que ahora mismo nos ocupa, poco o muy poco debió imaginar e independientemente de cuales fueran sus primeras intenciones, que la presencia de una «figura mítica» como la que ella estaba planteando, iba a generar una cantidad semejante de efectos ya no sólo sobre el resto de la novela y por extensión sobre su vida, sino también sobre todo el conjunto de la literatura que estaba por venir. Varios son los factores que podrían explicar hasta cierto punto la importancia que la inclusión de la «figura mítica» creada por Mary W. Shelley supuso al total, contante y sonante, de la literatura europea.

Por un lado quizás habría que destacar el momento histórico en el cual se escribió y se inscribió la novela pues sólo comprendiendo ese mismo contexto político, económico y social en unas cantidades mínimas aceptables, nos encontraremos en disposición de comprender igualmente lo decisivo que resultó desde un punto de vista literario, situar la novela en ese periodo de la historia y no en ningún otro. Pero aún hay más porque quizás desde un punto de vista estrictamente argumental, ningún otro escenario histórico podría haber resultado más apropiado para situar una historia como la que proponía Frankenstein o El moderno Prometeo que la utilizada por nuestra autora, y todo ello muy posiblemente como consecuencia de la enorme capacidad de dicho periodo para sintetizar de una forma tan intensa y dolorosa, la dificultad de encajar pasado y futuro en un margen de espacio y tiempo tan reducido. Pero si bien parece bastante probable que la complejidad e intensidad con la que se vivieron ciertos cambios estructurales inherentes al siglo XIX, determinaron positivamente el poder de sugestión de la «figura mítica» creada por Shelley, también lo es que todo ese contexto no hubiese servido de gran cosa si el futuro -un futuro que por cierto nadie podía conocer por muy suspicaz que fuese- no hubiese generado tantos conflictos como los que ya y por una especie de intuición genial, supo anticipar la joven Mary W. Shelley al poner en marcha toda su historia. En efecto, uno de los factores que sin duda más han contribuido a convertir la «figura mítica» creada por Shelley en un mito casi con toda probabilidad inexpugnable, ha sido el de plantear desde el mismo inicio, muchas de las paradojas y conflictos insolucionables que la llegada del hombre moderno al abismo contemporáneo ha provocado.

Por el otro estaría la cuestión ineludible de la actualización del modelo mítico clásico. Es decir, del hecho que Mary W. Shelley fuese lo suficientemente perspicaz como para caer en la cuenta de que si verdad pretendía crear una criatura verdaderamente terrorífica a partir de una serie de elementos muy determinados, por fuerza debía dejar de nutrirse de los mitos clásicos en su formato greco-latino, para pasar por medio de un hábil proceso de modernización, de verdadera comprensión de lo que para los griegos o los romanos debió suponer eso mismo que nosotros ahora denominamos “mito”, a crear otros formatos míticos nuevos perfectamente integrados en su presente (en el presente de principios del siglo XIX), y por tanto, plenamente identificables incluso para todos aquellos que no conociesen en absoluto el mito de Prometeo, el mito de Orfeo, o cualquier otro mito de los que hayan llegado con relativa fuerza hasta nosotros. Porque, y tengamos esto presente, si bien es cierto que algunos de los mitos clásicos de sobras conocidos por todos disponen todavía hoy y caso dos mil años después de su creación de tanta fuerza, de tal poder de sugestión, no quieran ustedes saber lo que puede ocurrir cuando esos mismos mitos son trasladados a nuestro espacio y nuestro tiempo convirtiéndonos gracias a ello en protagonistas en potencia. En algo, desde luego, mucho más próximo a la obra de lo que lo pudiera ser un simple espectador.


6- Un espacio para la reflexión:


Resulta obvio que cuando uno y por los motivos que sea decide enfrentarse a un tema cualquiera, lo cierto es que siempre y le guste más o menos la idea, acaba por tener que renunciar a ciertas cuestiones capitales pues de lo contrario sería todo el trabajo el que saldría gravemente perjudicado. Pero aun hay más porque no es sólo que se deban discriminar positivamente ciertos aspectos en prejuicio de otros muchos según nuestra opinión igualmente interesantes, sino que además también se deben priorizar métodos, perspectivas, formas de exponer, maneras de analizar, etc, etc, etc, ya que el lenguaje por lo menos de momento, no permite una exposición tridimensional o total de los hechos como por ejemplo sí podría aspirar a conseguirlo el lenguaje pictórico, el escultórico, el cinematográfico, etc, etc, etc. Quizá por todo ello, siempre fue una preocupación fundamental a la hora de redactar este trabajo, la de tomar una línea argumental determinada, sólo una, y a partir de ese momento comenzar a perforar hacia abajo y en línea recta hasta conseguir en un mínimo aceptable algunos de los objetivos iniciales que nos habíamos marcado. Sin embargo y afortunadamente para nosotros, no todo fueron pérdidas. Una buena prueba de ello es que a lo largo de este trabajo y aunque nuestra visión de las cosas haya sido –reconozcámoslo- más literaria que no científica, lo cierto del caso es que a pesar de todo hemos sido capaces de determinar algunos de los rasgos fundamentales que la «figura mítica» debe poseer, algunas de sus formas de expresión principales, así como el por qué de cada una de ellas, las diferentes fases de formación por las cuales ésta debe cruzar para integrarse en el texto, algunas de sus funciones básicas, e incluso algunos de los factores que podrían ayudarnos a entender las causas por las cuales una «figura mítica» determinada –en este caso la propuesta por Mary W. Shelley- pudo llegar a alcanzar semejante poder de sugestión mientras que otras en cambio no lo consiguieron. Ahora bien, es precisamente al intentar ahondar en este tipo de cuestiones que uno se da perfecta cuenta de lo inestable que pueden llegar a resultar este tipo de interpretaciones de carácter más bien psicológicas. Porque ¿de verdad se puede plantear con un mínimo de rigor la posibilidad de que la «figura mítica» venga a ser como una especie de núcleo del mito sin la cual éste jamás podría sobrevivir? ¿o hasta qué punto la supuesta «figura mítica» necesita de ciertos recursos estilísticos para mostrarse como tal? ¿y la cuestión de las fases de su génesis? ¿porque de verdad alguien se puede creer el cuento de que las fases por las cuales atraviesa la «figura mítica» puedan estar dispuestas longitudinalmente la una detrás del otra como en una especie cadena de montaje?, etc, etc, etc.

En fin, más allá de las respuestas que cada uno y en la medida de sus posibilidades pueda articular a este respecto, lo que quizás y por encima de cualquier otra consideración deberíamos tener en cuenta a la hora de valorar los resultados obtenidos por medio de este trabajo, es que el verdadero objetivo no consiste tanto en responder a todas las preguntas que se hayan podido plantear –lo cual en cierto modo ya hemos visto que es imposible- sino más bien en ser capaces de formular otras nuevas preguntas, más grandes desde luego que todas las anteriores, pero sobre todo un poco más profundas que las últimas. En ser lo suficientemente curiosos y obstinados podríamos concluir, como para llevar siempre las preguntas un poco más allá.

Es en este sentido precisamente, donde la fragilidad de la razón se convierte en su principal virtud.