Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



lunes, 3 de octubre de 2011

“¡Hasta la vista, baby! Un ensayo sobre los tecnopensamientos” de Jordi Vallverdú

Ha sido necesario que el hombre comenzara de una vez por todas a comportarse como un verdadero Dios creador incapaz de permanecer demasiado tiempo con las manos quietas, para que finalmente se diera cuenta de cuán difícil y problemático es eso de estar vivo y producir pensamientos por simples o banales que estos puedan llegar a ser. El descubrimiento, por tanto, sólo era una cuestión de tiempo. Sólo a partir del momento en que el hombre se vio en la tesitura de tener que crear máquinas independientes de nosotros y por consiguiente responsables de sus propios actos, pudo comprender como muchos de los problemas que hasta ese momento él ya había renunciado a resolver por considerarlos simples laberintos ideológicos, puros acertijos intelectuales, podían tener por el contrario una explicación mecánica o como mínimo no-metafísica. Una explicación, para que nos vayamos situando, tan sencilla como la que pueda proporcionar el hecho de cambiar una bujía o perforar un cilindro. Pero de ser efectivamente así, ¿cuál podría ser el futuro de la Filosofía como disciplina que hasta la llegada de ese momento había sido la responsable directa de intentar resolver todos los misterios para los cuales la ciencia no había sido capaz de encontrar solución alguna? ¿O cómo podría afectar la creación de máquinas cada vez más inteligentes y autónomas a la ya de por sí difícil relación que durante siglos habían mantenido los seres humanos por un lado y las máquinas por el otro? Pero todavía un poco más porque si en efecto damos por válido -sin duda una de las tesis centrales del libro- que eso que hasta ahora hemos estado denominando inteligencia, o mente, o pensamientos, o incluso porque no, la propia vida, resulta que no tienen porque permanecer adscritos a un soporte físico determinado que los sostenga y los haga posibles, ¿cómo denominaremos –por poner un ejemplo cualquiera- el producto de las operaciones computacionales de un Tamagotchi un momento justo antes de dejar de estar operativo? ¿Serán pensamientos? ¿Serán “tamagotchi-pensamientos”? ¿No serán ni pensamientos ni no-pensamientos? ¿No serán nada absolutamente? “¡Hasta la vista, baby! Un ensayo sobre los tecnopensamientos” trata –a pesar de un título que no acaba de engullir muy bien la gran cantidad de ideas fabulosas que contiene - de responder a algunas de estas cuestiones además de otras muchas, pero sobre todo, de lo que trata es de provocar en el lector esa especie de enfermedad que sólo puede curarse (atención: parcialmente!!!) con más reflexión: ¿debe el ser humano reconocer definitivamente puesto que la implantación de máquinas inteligentes así lo demuestra que la idea de la racionalidad humana no era en realidad más que un mito como lo había sido anteriormente el hecho de creer que éramos el centro del universo, o el ser más importante de la Naturaleza, o la base misma de un orden paternal supranatural absoluto? ¿O debemos cambiar de una vez por todas nuestra manera de relacionarnos con las máquinas al mismo tiempo que aceptamos que nos son y nos han sido útiles, y que por lo tanto, de nuestro modo de relacionarnos con ellas, dependerá en buena medida el éxito o el fracaso de nuestras futuras empresas? O más aún: ¿es equiparable de algún modo el hecho de que el ser humano supere definitivamente el complejo de inferioridad que le acecha al observar el comportamiento infalible de las máquinas con otros procesos históricos ya superados en los cuales también hubo una resistencia notable a dar un paso adelante por miedo a las consecuencias? Más allá de las respuestas que cada uno de nosotros pueda ofrecer en lo concerniente a todas estas cuestiones, una idea sin embargo parece brillar con relativa insistencia cuando uno dirige su mirada hacia el horizonte: nunca antes en la historia de la humanidad el hombre había dispuesto de un espejo tan real y a la vez tan preciso como el que ofrece la creación de máquinas inteligentes, y de ahí quizá la necesidad casi impostergable, de redefinir y recontextualizar algunos de los conceptos más básicos a partir de los cuales hemos descrito tradicionalmente nuestra relación con el mundo. La necesidad de reconstruir, milímetro a milímetro y segundo a segundo como si dijésemos, ese momento crucial a la vez que irrepetible en el cual dimos nuestro primer y más excitante paso sobre la Tierra.

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