Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



miércoles, 1 de septiembre de 2010

El humanista

(Parte I)

"... No no sé po por donde empezar así que lo mejor será que que empiece po por el principio mi mi nombre a que me me dedico cuantos años tengo y to todo eso y después una vez ya ya sepáis todos quien quien soy entonces sí os po podré explicar lo que me pasa y quizá entre to to todos todos los que me podáis escuchar no sé qui qui quién sabe qui quizá me me podáis sacar de este lío llamar a alguien que entienda de verdad so so sobre el te tema y así de de de una maldita vez alguien me me diga que es lo que me me está pa pasando po po porque como siga por este camino co co como todo esto no se a a acabe pronto yo yo yo ya no sé que voy a hacer ni ni adónde ir ni nada de nada. Bi bi bien. Mi mi nombre es Ce Cero y y estoy mu muy enfermo. Mu mu mucho. Po po por favor a a a ayúdenme..."

El 16 de enero de 1956, un tipo que se hacía llamar asimismo Cero -no mencionó en ningún momento su apellido- llamó por teléfono a una emisora local del condado de Dingle, Irlanda, dejando el mensaje que acabamos de escuchar. Dos días después, el 18 de enero de ese mismo año y casi a la misma hora -exactamente a las veintidós treinta y cinco minutos hora local- volvió a llamar pero en esta ocasión dejando este otro mensaje. Presten mucha atención por favor:

"... ho ho hola es estoy Cero o otra vez y lla llamará pa pa para ver si si po por fa favor pu pu pu pueda a a ayudarme e e esta vez me meen encuentra mu mucho peor y no se cua cuan cuanto tiempo po podré pude a a guantar e estoy e en una ca casa cerca de del mar y desde a aquí veo u un ca castillos enor enorme po po por favor ve venga na ayudarme no no re recordaré co cómo se se hago pa para ca caminante y y ca cada vez me me cu cue cuesta más hablar po po por fa favor que que al alguno vendrá a a ayudarme..."

- Bien, ¿Qué es lo que les sugiere esta historia caballeros? ¿... Stephen?
- ¿Un secuestro?
- No, ¿Margaret?
- ¿Algún tipo de trastorno mental, amnesia?
- Algo parecido pero no. No es eso exactamente. Buen intento de todas formas ¿David?
- ¡Bueno a ver, quizá me equivoque con lo que voy a decir pero creo que en una ocasión escuché hablar a mi padre sobre esa curiosa historia, y si no es así, pues lo cierto es que se le parece muchísimo!
- ¡No se preocupe ahora por su credibilidad profesional David, y por favor, continúe, le escuchamos con atención!
- ¡Bien, la cuestión es que hace ya muchos años de esto, y repito, si no lo recuerdo mal porque yo no era más que un mocoso por aquel entonces y además estaba viendo la televisión en el momento en que mis padres conversaban sobre el tema un poco más allá, retirados, en la cocina. Pues bien, el tal Cero, ése tipo, el de la cinta y si es que realmente es quien yo creo que es, un día, así, de repente y sin que nunca se llegara a saber bien cuál fue el motivo de todo aquello, pues a lo que iba, que el buen hombre empezó a “desaprender” todo cuanto había aprendido a lo largo de su vida. Sí, sí, tal y como lo digo, a desaprender. Por ejemplo, según le decía mi padre a mi madre en voz baja para que yo no lo escuchara, primero, ese hombre, Cero, comenzó por desaprender cosas tan básicas como conducir, pintar, caminar, comer, hablar, etc, etc, y así sucesivamente hasta que pocos días después acabó convertido en poco menos que un bebé de unos meses de vida. Sí, ahora lo recuerdo perfectamente. Ese tipo era un pintor norteamericano. De Nueva York si no me equivoco ¿No es cierto Sr. Deberaux?
- ¡Muy bien David, me sorprende su memoria. Sólo que el tal Cero no era pintor sino escritor. Un escritor por cierto de gran popularidad. Bien. De todas formas la historia no acaba ahí ni mucho menos!

Esa misma noche y poco después de recibir esta segunda llamada que acabamos de escuchar, la emisora de radio por medio del Sr. West (director adjunto de la emisora) decidió informar de inmediato a las autoridades convencido de que todo aquello no podía tratarse de una simple chiquillada. En su opinión, tenía que haber por fuerza algo más. La policía que dicho sea de paso no tuvo excesivos problemas para localizar el lugar desde donde habían sido efectuadas las llamadas (Cero no es precisamente un nombre muy habitual) se personó en la casa del presunto enfermo tan sólo unos minutos después de recibir el aviso del Sr. West. Exactamente, veinticinco minutos después. De modo que fue ya al llegar allí y echar la puerta abajo (pues según se sabría gracias al posterior informe judicial esta permaneció totalmente cerrada y nadie salió a abrirles tras varios intentos frustrados de entrar por las buenas) cuando se habrían encontrado con que el tal Cero, ese tipo, el escritor, estaba justo al lado del teléfono tumbado en el suelo en posición fetal, y algo aún mucho peor, en un estado ciertamente lamentable.

Según el primer informe médico el tal Cero padecía algún tipo de trastorno mental derivado casi con toda probabilidad de alguna enfermedad degenerativa y congénita. Algo parecido a la demencia senil, aunque con algunas variantes desde luego. Por ejemplo, el Sr. Cero tan sólo contaba con cuarenta y cinco años cuando todo esto sucedió, y aparentemente, repito, sólo aparentemente, el buen hombre se encontraba en plenas facultades tanto físicas como mentales. Es más, la última vez que se le había visto por el pueblo ocho días antes mientras realizaba sus habituales compras semanales, iba montado sobre su famosa bicicleta azul, mientras que su aspecto parecía según la panadera, la bibliotecaria, algunos de los empleados del supermercado, un guardia de tráfico, y algunas otras personas que lo vieron aquel mismo día en diferentes lugares del pueblo, el de siempre. Aún más, todos ellos y sin excepción, coincidieron en este punto sin discrepar en el más mínimo detalle. De modo que, y esto es un aviso para aquellos que se hayan formado ya una idea un tanto imprecisa en cuanto a lo que a su físico se refiere, ya sabéis a que me refiero, escritor, tipo debilucho que odia el deporte y demás; pues bien, lejos de tales estereotipos el tal Cero se había cuidado siempre bastante bien, y de ahí seguramente que se mantuviese en una estupenda forma física. Mucho mejor que la mayoría de vosotros sin duda. Así que, como decía, nada hacía presagiar que algo tan extraño y horrible le podía pasar en el transcurso de tan pocas horas, y sin embargo, ya veis, pasó.

Tras hacerse pública la noticia de la misteriosa enfermedad que sufría Cero, comenzaron a llegar al pueblo sin duda atraídos por la fama del escritor, pero también, por lo extraño y pintoresco del suceso en sí, algunos periodistas de ámbito local, otros de ámbito nacional, un par de ellos de ámbito internacional, pero más que nada por la importancia y repercusiones que tendría tal hecho para el desarrollo de esta historia, su mujer, su hija pequeña, y también su representante y amigo personal el Sr. William La Rochelle. Un tipo bastante excéntrico como después se vería con el transcurso de los días.

Pasados unos días más Cero empezó sin embargo a dar ya inequívocas muestras de cambio. Por ejemplo, tan sólo se había cumplido el cuarto día tras su ingreso en el hospital cuando Cero ya comenzó a comer, o para ser más precisos, a beber, porque dicho sea de paso, Cero por aquel entonces no admitía ningún tipo de alimento que fuese más sólido que el agua, la leche, o esos potitos que suelen tomar los niños cuando todavía son pequeños y por tanto son incapaces de masticar. También mencionar que sería en el transcurso de estos primeros días de tratamiento cuando Cero empezó ya a balbucear algunas palabras por lo general ininteligibles, e incluso, cosa que bien mirado es muy lógica si de verdad nos esforzamos por aceptar su hipotética edad, a sonreír con una ternura difícilmente soportable incluso para los más duros y curtidos del lugar. En resumen, que tal y como muy bien indicó nuestro compañero David hace sólo un momento, el tal Cero se comportaba ni más ni menos que como un bebé de poco más de dos meses de edad.

Pero la cosa no quedó ni mucho menos ahí, y es que transcurridas algunas semanas más desde su ingreso en el hospital los progresos de Cero fueron tan alucinantes, que ni el mismo Doctor Deckland (especialista en patologías mentales traído exclusivamente de Dublín por la familia Cero para la ocasión) daba crédito a los hechos que estaba presenciando. No obstante se trataba como él mismo reconoció reiteradas veces ante algunos colegas y amigos, de algo sin duda nuevo. De una patología hasta ahora desconocida, y por añadidura y hasta que no se dispusiese de más información, tan incurable y misteriosa como el mismísimo odio o el amor.

Pero Cero e independientemente de todas estas especulaciones que sobre las causas de su enfermedad se barajaban, seguía a lo suyo, es decir, que ya había ascendido otro peldañito más en las escaleras que conducían a su recuperación total, y por tanto comenzaba ya a articular algunas frases más bien cortas, aunque eso sí, todas ellas inquietantemente construidas. Es más, el estado de Cero ya durante aquellas primeras semanas había evolucionado de tal modo, que ya intentaba incluso ponerse de pie, dar sustos sin previo aviso, o llorar con mucha menos frecuencia de lo que lo había hecho hasta ese momento, cosa que dicho sea de paso, no había parado de hacer desde su ingreso en el hospital. Otro factor igualmente importante que contribuiría a su milagrosa recuperación, fue que el Sr. Cero había recuperado casi veinte de los treinta kilos perdidos en la vieja casa de la costa, así que ahora su aspecto era mucho más saludable y enérgico. Mucho más acorde con un tipo de su edad y complexión física. En fin, que la criatura tal y como se comentaba por todos los rincones ya no sólo del hospital sino también de todo el pueblo, se estaba haciendo grande y fuerte como un roble.

Todo continuó sin apenas variaciones hasta que Sheryll Whitman, una preciosa enfermera negra de piel lacada que por aquel entonces cubría el turno de ocho a seis, se presentó en la habitación del escritor “niño-loco” tal y como lo llevaba haciendo desde hacía ya varias semanas. Pues bien, fue al entrar en la habitación del enfermo y dejar la bandeja que llevaba sobre la mesa, cuando ésta se habría encontrado con que su paciente, Cero, perfectamente vestido y aseado como si fuese domingo por la mañana, estaba tranquilamente sentado junto a la ventana observando vayan ustedes a saber qué, mientras que a su lado, arrugados y por todas partes, descansaban un montón de papeles llenos de garabatos que al parecer él mismo acababa de escribir como si la vida le fuese en ello. Sería unos minutos después, y eso sí, muy cortésmente siempre según la versión de la misma Whitman (no lo olvidemos) cuando Cero al parecer le habría dicho a ésta en un tono de lo más educado y cortés: «¡Muchas gracias Srta. Whitman pero esta noche no tengo mucha hambre!» A lo que después habría añadido más cortes y educadamente si cabe: «¡Por favor, vuélvase a llevar la cena y en su lugar tráigame un café bien cargado si no le es demasiada molestia! ¡Tengo mucho trabajo atrasado que resolver!»

Esa misma noche y a la pregunta formulada por el doctor Deckland al Sr. Cero de qué era exactamente lo que recordaba de las distintas fases de la enfermedad, éste le había respondido lo que a continuación vamos a escuchar. Así que, ahora sí por favor y os lo ruego con toda insistencia, presten mucha atención pues esta grabación y a diferencia de las otras dos es algo defectuosa y por consiguiente no se entiende del todo bien. Silencio por favor:

Adelante Tom…:

«Todo empezó el día en que volvía de hacer mis compras en el pueblo un martes a eso de las tres del mediodía si no me equivoco. Recuerdo que ese día en concreto la temperatura era más propia de países mediterráneos que no de esta otra zona de Europa en la que apariciones solares como la de aquel día se consideran casi un milagro, así que, y esto sí lo recuerdo con increíble exactitud, todo el mundo e incluyendo al Sr. González, no sé si lo conocerá ya, ese español cascarrabias que está completamente loco y que siempre anda por ahí hablando solo, o cantando mientras habla y canta a la vez, pues bien, me contó unos de esos chistes que hacen referencia al carácter supuestamente típico de la gente de cada país con un buen humor encomiable, admirable y muy agradecible especialmente si tenemos en cuenta la persona de la que hablamos. Fue muy divertido. Me dijo con esa voz tan ronca y peculiar que tiene: esto es un español, un inglés y un francés que se encuentran en el cielo, y Dios al verlos, meditativo y algo confuso ante tan desolador panorama, les pregunta a cada uno de ellos que cuáles creían ellos que eran los motivos por los cuales estaban allí y no en el infierno… ya sabe a donde quiero llegar doctor. Es decir, que todo el mundo estaba de un humor formidable y contagioso. Fantástico. Impropio de estas gentes y de esta tierra como usted muy bien habrá podido comprobar. Pero a lo que iba. Que montado yo en mi bicicleta tan ricamente y con una mochila a la espalda llena de latas de conserva y otras cosas por el estilo, las típicas cosas que suelo comprar cuando bajo al pueblo de compras; legumbres, fruta, leche, café, etc, etc, y también como siempre me pasa cuando voy por ahí solo, porque debería usted saber que es una constante en mi carácter ir pensando en una solución para los múltiples atolladeros en los que suelo meterme con los libros que escribo, pues eso, que todo parecía estar perfectamente controlado hasta que unos minutos después, así, sin más, y sin ningún obstáculo aparente que me impidiese continuar tranquilamente mi paseo de vuelta a casa, pues me pegué un trompazo de mil demonios. Pero no un trompazo normal y corriente de los que todo el mundo se pega de vez en cuando y después se ríe, o llora, o hace ambas cosas a la vez porque en realidad no sabe qué es lo que se supone qué debe hacerse en una situación así. No, no. Yo le hablo de un accidente de tráfico en toda regla. Aunque en bicicleta como le digo ¡Je, je! Bien. Lo cierto es que yo en un principio y todavía haciendo una primera estimación de la gravedad de mis heridas pensé, no sé, lo típico, una piedra que no había visto, o quizá los mismos pantalones que sin que yo me hubiese dado cuenta se me habían enredado en algún sitio; en la cadena, o vaya usted a saber, entre los malditos radios de las ruedas, a veces pasa. Pero no ¿y por qué estoy tan seguro me preguntará usted? Pues porque tan pronto como me volví a montar en la bicicleta volvió a sucederme exactamente lo mismo sólo que esta vez no iba tan rápido, y además, en cierto modo ya me lo esperaba. Era alucinante doctor Deckland. No sé si comprende lo que quiero decirle, pero la cuestión es que parecía haber olvidado por completo cómo se tenía que hacer para montar en bicicleta. Es más, cada vez que lo intentaba, y lo intenté varias veces se lo puedo asegurar, perdía el equilibrio y caía de nuevo. Finalmente y supongo que ya cansado de hacer el ridículo tantas veces fue cuando me decanté por volver a casa a pie. Así de simple. Me incorporé, cogí todos mis bártulos en una mano y la bicicleta en la otra, y una vez ya más tranquilo tras haberme asegurado que nadie me observaba, comencé a caminar en dirección a casa con la esperanza de que todo volviese a la normalidad.

Tarde más de una hora bien larga en volver.

Sin embargo aquella misma tarde la cosa empezó a complicarse de veras. Me explico. Cosas tan básicas como encender el ordenador o acordarme de la contraseña para acceder a mis archivos personales, me resultaban complicadísimas. O no hablemos ya de intentar escribir una frase de más de tres palabras con un mínimo de sentido. Es más, recuerdo que mi inglés, y fue a partir de que esto sucediese cuando de verdad comencé a preocuparme, me recordó y aunque en aquel momento yo no lo asocié en ningún caso con lo sucedido anteriormente con la bicicleta, al de ese chico polaco que trabaja en Mc Donalds y que parece que haya aprendido el idioma leyéndose un libro al revés. Doctor Deckland, me refiero a que mezclaba tiempos verbales, plurales con singulares y otros errores de ese estilo. Aun más, en realidad y no le exagero, escribía no mucho mejor que uno de esos muchachos que vienen todos los veranos desde Francia o Italia para aprender el idioma ¿se lo puede creer? Maldita sea. Yo vivo de escribir. Se supone que es mi oficio y que por tanto y que me cuelguen de un pino bien alto sino es así, lo hago aunque sin excesivo talento, perfectamente bien. Pero la cosa no acaba ahí porque todo cuanto intentaba hacer (y ahora no me refiero únicamente a escribir sino también a las tareas cotidianas que uno pueda realizar) me resultaban en el mejor de los casos de la dificultad de correr una maratón de quinientos kilómetros. Así que como usted comprenderá, y con la intención más que nada de tranquilizarme un poco pues soy perfectamente consciente de que los nervios pueden llegar a jugar muy malas pasadas, usted lo sabrá a la perfección, pues bien, en un principio achaqué todo aquello al cansancio que acumulaba debido a la cantidad de horas que le estaba dedicando a mi trabajo últimamente, o como mucho y en el peor de los casos quise pensar yo, a una de esas famosas crisis creativas que de tanto en tanto se ceban con los escritores y artistas en general sumiéndolos en estados ciertamente miserables. Cosa que por otro lado, a mí personalmente (y se lo digo por si de alguna forma puede serle útil en la elaboración de un mapa de esta extraña enfermedad mía) nunca me había pasado antes.

Me fui a dormir.

Lo que soñé fue algo ciertamente extraño. Algo digamos, espasmódico y sombrío. Pero no le digo esto porque el sueño en sí fuese desagradable o doloroso, o porque lo que en él sucedía me lo hiciera pasar mal desde un principio tal y como suele ocurrir con las pesadillas llamémoslas convencionales, sino que si no me gustaba, si no estuve en disposición de disfrutarlo a pesar de que nada me indicaba que por el contrario sí debía sufrirlo, fue más bien por la tensión que en él se percibía, por el estado de miedo constante y encubierto al que me veía sometido mientras lo soñaba. Doctor, lo que hacía que no estuviese a gusto en el sueño, a ver si consigo explicarme, era que esa llamémosla amenaza, esa amenaza que desde luego existía y que me mantenía casi a la fuerza en algún punto equidistante entre el estar dormido y el estar despierto, pues era como le digo, aunque silenciosa e invisible, segura y real como el sueño mismo. Una sensación parecida a como cuando te sientes observado. Vigilado por alguien que de ningún modo puedes ver.

En el mencionado sueño yo estaba leyendo algo tumbado en algún sitio que ahora mismo no recuerdo, quizá fuese en un sofá o quizá fuese el suelo mismo, no lo sé, pero en cualquier caso da igual, y lo que leía, aquello que me mantenía absorto y fascinado como le digo, era algo escrito por mí. Con esto no pretendo decir en modo alguno que previamente me hubiese visto a mí mismo escribiendo aquello que después estaba leyendo, no, no era eso, sino que simplemente lo sabía, ya sabe, de la misma forma que sólo uno sabe como huelen sus excrementos o cómo huelen sus pedos. Es decir, que no hace falta ver como has hecho tus necesidades o te has pedido para saberlo. Lo sabes y ya está, es así de simple. Es más, Doctor yo distinguía las comas, distinguía los puntos, y lo que leía, lo que había entre esas comas y esos puntos que yo al parecer veía a la perfección y en los cuales por alguna extraña razón me fijaba mucho más de lo necesario, pues bien, le puedo asegurar que me gustaba mucho más de lo que me ha gustado nunca nada que yo haya escrito, y no sólo en su forma, fluida y directa, sino también en su contenido, sutil pero muy profundo e inteligente. Sinceramente doctor, aquello era algo realmente bueno, y yo, como usted se podrá imaginar pues la humildad nunca fue una de mis virtudes, me sentía orgulloso, feliz y satisfecho de ver de lo que era capaz de hacer por fin. En realidad era como si de alguna manera hubiese dado con la gallina de los huevos de oro. Como si por fin hubiese encontrado esa misma voz que tantos escritores o artistas de otros ámbitos han buscado en la mayoría de los casos sin éxito alguno, pues como todos sabemos, mostrarse tal cual uno es, sin edulcorantes de ningún tipo, es de entre todas las tareas que un hombre puede aspirar a realizar en este mundo, quizá la más inalcanzable de todas ellas precisamente por ir contra natura, por desafiar todos y cada uno de los elementos con los cuales ese mismo cuerpo y esa misma alma fueron concienzudamente diseñados. Ahora bien, yo aún así tenía miedo, un miedo atroz a que alguien, la verdad no sé a quien pues en ningún momento se dejó ver (y creo que era precisamente ahí donde radicaba la amenaza, en su invisibilidad, en su inmaterialidad) llegase en ese momento y me sorprendiese leyéndolo. Y es que a todos los efectos, era como si lo que estaba haciendo fuese algo malo o estuviese castigado con la mismísima muerte, o lo que a mí me pareció lo mismo en aquel momento, con despertarme y sacarme de aquel sueño impidiéndome con ello memorizar aquel texto para poder así reescribirlo en cuanto volviese “al mundo de los despiertos”. Yo Doctor Deckland, porque negarlo, siempre soñé con ser uno de los grandes, con escribir novelas al estilo de los grandes escritores europeos del XIX y del XX, Dostoievski o Kafka o Proust por poner sólo los típicos ejemplos, y una vez ya muerto y enterrado, pues entonces sí ser leído hasta la saciedad por críticos del mundo entero que venerarían o lapidarían mi obra durante cientos de años preguntándose cómo demonios lo había conseguido, cómo diablos había sido el mediocre Cero, un tipo con un nombre tan estúpido, tan asquerosamente bueno e inteligente. Tan sumamente perspicaz. Pero para mi desgracia Doctor, al despertar únicamente me quedaba un recuerdo agrio y vacío. Algo así como cuando después de comerte un montón de pipas deliciosas y a cual más rica, la última de todo el montón es la que te deja un gusto de mil demonios. Además, por si no fuera ya bastante calamidad la perdida de aquel sueño en sí, yo también parecía haber amanecido en un mundo muy diferente, casi en un mundo opuesto, y tal hecho no podía hacer otra cosa que provocar en mi estado de ánimo un caos y desasosiego para el cual posiblemente iba a necesitar varias horas si de verdad pretendía volver a poner cada cosa en su sitio. Sin ir más lejos y por ponerle un ejemplo de esta nueva situación en la que me encontraba, quizás mencionar que los cuadros, todos aquellos cuadros que colgaban de las paredes de mi casa y a los que yo tantos elogios les había dedicado en conversaciones y cenas hasta altas horas de la madrugada, todos aquellos lienzos obra de un íntimo amigo mío a los que tantas veces había defendido a capa y espada a pesar de enfrentarme con gente muy entendida en pintura, y que me repetían una y otra vez que no valían nada, que eran tan malos o tan buenos como otros cuadros cualquiera, pues bien, ahora en cambio y al observarlos me parecían vulgares juegos de niños de un pintor en el mejor de los casos concienzudo. Quiero decir, que ahora era como si los estuviese mirando todo con otros ojos. Con otra mente. Desde otro mundo. Incluso desde otra mente situada en otro mundo. Asimismo recuerdo también a la perfección como después me sorprendí arrancándolos y haciéndolos pedazos en ningún caso mayores de cinco centímetros. Debió ser luego y ya más tranquilo cuando los apilé en un lugar seguro y les prendí fuego.

Debió ser justo después de aquello cuando abrí uno de mis propios libros y comencé a hojear algunas de las páginas con la intención de comprobar que opinión me merecía mi propia obra, y si del mismo modo que había sucedido con los cuadros de mi amigo, mi opinión también había cambiado. Pero no debí haber hecho aquello doctor Deckland, y ahora más que nunca lo sé. En cualquier caso leí una, dos, tres, cuatro páginas, pero ya no pude más pues al llegar a la quinta y si es que efectivamente llegué, tuve que detenerme por no poder soportarlo más. Sí Doctor, en efecto, aquello era algo realmente insoportable.

Pero Doctor Deckland debo advertirle que dicha situación solamente duró un instante. Esta claridad u opacidad mental según se mire. Pues tan pronto acabé de leer aquellas primeras páginas del último trabajo del cual sin duda alguna yo hasta ese momento me había sentido especialmente orgulloso por considerarlo de entre todos mis proyectos seguramente el mejor, el más completo y elaborado de todos ellos, pues fue precisamente entonces cuando fui cayendo de nuevo en una especie de letargo placentero. En un atrofiamiento general causado por alguna droga o sustancia de la cual ni supe reconocer su origen, ni mucho menos identificar sus efectos. De los siguientes días que puedo decirle, fueron una pesadilla en el mejor de los casos.

Así que, debió ser en el transcurso de alguno de aquellos días cuando aprovechando que en la radio emitían uno de esos programas en los que la gente hace consultas de todo tipo, decidí llamar y pedir auxilio.

A mi primera llamada respondió una señorita muy agradable con un claro acento británico que me preguntó un par de cosas sin importancia, ya sabe como funcionan esas emisoras, mi nombre o algo parecido, para acto seguido y casi sin que me diese tiempo a preparar mi llamada de auxilio, pasar a antena de inmediato. De eso también estoy totalmente convencido porque fue justo tras escuchar un leve pitido parecido al que producen las líneas telefónicas al entrar en contacto, cuando comencé a escuchar mi propia voz, débil, insegura, a través del aparato. Pero sin embargo y como usted muy bien debe ya saber, en esta primera ocasión no obtuve respuesta alguna. Es decir, que nadie vino en mi ayuda tal y como yo creo que muy educadamente había exigido. La segunda vez en cambio todo fue diferente. De hecho creo que esta llamada se produjo tan solo unos minutos después de la anterior si no me falla la memoria, y la cuestión es que esta vez sí intenté concentrarme de tal modo que fuese capaz de mostrarme más o menos locuaz en mis explicaciones. En cualquier caso lo que sí está claro es que fuese lo que fuese aquello que dije pareció funcionar, pues al cabo de unos pocos minutos escuché como alguien golpeaba la puerta con mucha insistencia, al mismo tiempo que una serie de voces y gruñidos de perro se escuchaban por todas partes. De ahí en adelante que puedo decir Doctor, creo que sabe usted mucho más que yo».

Punto número uno caballeros. Tenemos la historia de un tipo, de un escritor de novelas de éxito, que así sin más y de un día para otro, desaprende todo cuanto había aprendido a lo largo de su vida para acabar convertido en el transcurso de unos pocos días, en un mocoso de apenas unos meses de vida. Punto número dos. También sabemos que pasados unos días más este mismo tipo del que hablamos se recupera milagrosamente y todo vuelve a la normalidad, o por lo menos y según nos consta según algunos de los informes a los que hemos podido tener acceso, a una normalidad cuanto menos relativa. Y punto número tres: pero la cuestión fundamental es caballeros, que el Sr. Cero ya no volvió a ser nunca la misma persona dócil y encantadora de antes pues algo se había roto en su interior, y ese algo, fuese lo que fuese, se había roto para siempre.

La mejor prueba de que efectivamente la enfermedad había dejado en la personalidad de Cero un rastro que sólo el paso del tiempo, quizás, permitiría borrar, fue el hecho de observar como a pesar de los inconvenientes que ésta trajo consigo (nos referimos obviamente a su posterior separación, a la consiguiente pérdida de sus propiedades a excepción de la casa de la playa, o incluso al hecho de verse en la obligación de buscarse un empleo en un restaurante pues de lo contrario todo su proyecto se habría venido abajo) Cero continuó adelante como si nada hubiese pasado. Es más, todos los acontecimientos aparentemente desfavorables a los que tuvo que hacer frente durante aquellos difíciles meses de recuperación, lejos de amedrentarlo aun siendo tal y como hemos observado motivos más que suficientes de suicidio para cualquier persona que estuviese en su sano juicio, produjeron en él casi el efecto contrario. Es decir, que Cero más perseverante quizá de lo que lo había sido nunca, puso si cabe más empeño en todo cuanto hacía de lo que había puesto nunca en nada, y tanto fue así, que contra más absurdo les resultaba a muchos de sus amigos y conocidos todo cuanto hacía, más motivado y sonriente parecía en cambio vérsele a él. Es más, de algún modo era como si con cada desaprobación de toda aquella gente, con cada mirada que parecía decirle a gritos «a ti lo que te pasa es que desde que saliste del hospital estás como una cabra y vas a acabar cobrando una pensión como no te andes con cuidado», pues bien, lejos de conseguir lo que pretendían y por una simple regla de tres que sólo él parecía comprender, era como si le estuviesen dando las pistas necesarias para poder continuar por el camino “correcto”. Como si le estuviesen iluminando una pista de aterrizaje únicamente “visible” para él.

Así que no fue hasta el 26 de octubre de 1958, esto es, hasta casi dos años después de su ingreso en el hospital, que Cero, vestido con un traje azul celeste y unos zapatos rojos de un material similar al charol pero que no era charol ni mucho menos (que más hubiese querido él) se dejó caer por el restaurante en el que había trabajado durante todo aquel tiempo, y con una sonrisa en los labios, les dijo muy educadamente a todos sus excompañeros que ya no iba a volver allí nunca más. Que aquella etapa de su vida había concluido y que por tanto, ahora tocaba volver a empezar. Luego Cero continuó diciendo algo así como que en cualquier caso les agradecía todo cuanto habían hecho por él (que faltaría más) pero que ahora se tenía que marchar a hacer algo que según calificó él mismo, era de una importancia capital. Su siguiente destino sería la casa de su viejo amigo y editor el Sr. William La Rochelle.

La Rochelle por su parte llevaba ya cerca de un año bien largo viviendo en Londres cuando Cero se presentó en la puerta de su casa vestido de papá pitufo ilustrado, y en cambio, únicamente media hora muy escasa desde que llegara de trabajar tras una larga jornada de reproches y continuos problemas que si para algo le habían servido, habían sido únicamente para producirle un dolor de cabeza ciertamente insoportable. No obstante y especialmente desde la marcha de Cero también a él las cosas se le habían puesto muy feas en la editorial donde ambos habían cooperado en el pasado, así que tampoco fue ningún acontecimiento excepcional que con algo del dinero que había conseguido, finalmente se decidiese por cambiar de continente emprendiendo así una nueva aventura comercial al mando de una nueva editorial esta vez enteramente suya.

En cuanto al libro que Cero le presentó como tarjeta de visita, no hace falta decirlo, fue todo un éxito.

Sin embargo lo que había hecho Cero con aquel libro, era algo que no era la primera vez que se hacía. Es decir, que no era nada nuevo ni que hubiese inventado él ni mucho menos pues un tal (-) según parece, ya lo había hecho algunos años antes aunque con algunas diferencias bastante notables sin duda. En cualquier caso lo que sí estaba claro es que esta aparente similitud en cuanto al estilo de uno y otro autor no impidió a Cero conseguir un gran éxito en un tiempo relativamente corto y de una forma además muy significativa entre la crítica literaria más especializada, hecho que permitió a su vez que a nadie se le ocurriera ni por asomo la idea de acusar a Cero de plagio puesto que los máximos entendidos en la materia no lo habían hecho. Ahora bien, ¿pero qué había hecho Cero? Pues bien, coger de aquí y de allá algunos pedazos de sus antiguas novelas (unas quince o veinte en total) para después y como si de un enorme puzzle se tratara, volverlas a montar pero en esta ocasión en un plano superior, mayúsculo, mucho más audaz y muchísimo más severo que en todas sus anteriores entregas. Pero aún hay más porque a la hora de hacer el mencionado montaje (y es aquí precisamente donde reside la diferencia entre ambos autores) Cero se las ingenió para no escribir ni una sola palabra, ni un solo punto, ni una sola coma. Asimismo señalar que todavía hoy y casi cincuenta años después ese libro llamado El Cubo de Rubbick (muchos lo habréis leído o como mínimo habréis oído hablar de él) sigue siendo de la misma forma que la extraña enfermedad de su autor, motivo inagotable de estudio y sorpresa para casi todos cuantos deciden a zambullirse en él.

Sigamos.

Un día, algunos años después de su publicación y en una de las escasas entrevistas concedidas por Cero para la televisión, alguien le preguntó a éste cómo se explicaba que hubiese conseguido unir tal cantidad de piezas en un plazo tan corto de tiempo, pero especialmente, a un nivel tan alto de perfección narrativa y argumental. Cómo y por qué en definitiva, su “Frankenstein” como muchos dieron en llamar a su obra a partir de entonces debido a su composición de literatura muerta, era tan bella a pesar de su más que evidente ausencia de fluidez compositiva. Fue precisamente entonces cuando Cero pronunció aquella célebre frase de: «¿Qué novela?» El Cubo de Rubbick por supuesto le respondió el locutor «¿El Cubo de Rubbick?» Volvió a preguntar Cero pero esta vez en un tono ya casi inquisitivo. Como si de algún modo le hubiese incomodado la pregunta que le estaban haciendo, o quién sabe, como si no se la hubiesen formulado del modo en que él la esperaba. «Sí» volvió a responder el presentador pero esta vez ya algo preocupado, indeciso sin duda ante la evidente insistencia de aquel sabelotodo del cual ya le habían advertido varias veces de hecho, que se fuese con mucho cuidado. Que en el momento menos pensado podía montarle una escena allí mismo y después desaparecer de repente arruinando con su fuga la entrevista y por supuesto también el programa que todo sea dicho, era en directo. Sin embargo y afortunadamente para el entrevistador Cero pareció comprender el apuro en el que éste se encontraba, y finalmente le hizo un favor respondiéndole en un tono muy pausado (casi para memos) que El Cubo de Rubbick eran todas, o dicho de otra manera, que El Cubo de Rubbick era únicamente una. Finalmente Cero continuó hablando de cosas como que “su proyecto” en realidad carecía de valor literario alguno, y que por tanto, todo análisis o intento de interpretación que fuese en ese sentido, le traía sin cuidado.

Fuese como fuese se había abierto la veda. La cuestión es que a partir de aquella entrevista muchos críticos y estudiosos de la obra de Cero comenzaron a plantearse el porqué de aquella enigmática respuesta referente a la unidad o multiplicidad de toda su obra. ¿Qué había querido decir con aquello de que el Cubo de Rubbick eran todas? ¿Y con lo de que el Cubo de Rubbick era únicamente una? ¿había insinuado Cero de alguna forma que todas las novelas que había escrito en su vida, dieciocho en total sin contar la última y mejor sin duda, no eran otra cosa que un preámbulo escrupulosamente meditado del gran Cubo de Rubbick? ¿Que en definitiva todo había formado parte de un plan urdido desde la mismísima adolescencia, y que desde el mismo inicio, o sea, desde el mismo momento en que había empezado a escribir su primera novela a los diecisiete años, ya sabía cómo iba a acabar todo, hasta el último detalle, hasta la última coma y el último punto? Así pues ¿Se podía llegar por tanto a la conclusión de que se trataba entonces de una novela total, de una de esas novelas-universo que era ni más ni menos que el trabajo de toda una vida? ¿O bien y por el contrario se podía llegar a afirmar que todo aquello no era más que una fanfarronada, los delirios de grandeza de un loco que siempre soñó con ser una estrella y de ahí que lo que intentase fuese tirarse un farol ahora que se le había presentado la oportunidad? ¿Que intentaba hacer creer que no había sido una cuestión de suerte, que no se trataba de una simple casualidad? ¿Era el Sr. Cero por tanto un escritor a la altura de Shakespeare, o del mismo Kafka al que él mismo había citado como influencia literaria, o se trataba en cambio de un simple oportunista, en pocas palabras, de un vulgar mentiroso? ¿Pero y su enfermedad, que pintaba en todo aquello? ¿Cómo y hasta que punto había sido real?

Fue precisamente como consecuencia de todas esas preguntas cuando aquella aparente unanimidad con respecto a la genialidad de Cero se partió en dos. Por ejemplo, un sector muy mayoritario de críticos y prensa especializada empezó a correr la voz de que lo que había hecho Cero había sido irse a vivir a alguna de las muchas islas que salpican el Mediterráneo, y que desde allí, seguramente riéndose de todos un poco al escuchar las barbaridades que sobre él y su obra se decían, se pasaba los días contando sus ganancias y pensando en cómo demonios lo iba a hacer para gastar tanto dinero como el que había ganado en el poco tiempo que le quedaba de vida. También aseguraba este mismo grupo de estudiosos que toda la historia de los “bestsellers” previos a su gran obra así como la enfermedad o incluso el mismo Cubo de Rubbick eran perfectamente disociables sino ficticios del todo (¡una auténtica patraña!) y que en realidad vida y obra, obra y vida, surgían como respuesta a un plan comercial perfectamente desarrollado en algún rascacielos neoyorquino con el único objetivo de ganar un montón de dinero con ello, factor éste sugerían, que explicaría además la difícil y más que probable composición informática de toda la obra.

Pero otro grupo por el contrario y aunque desde luego este fuese mucho menor en número pero no así en credibilidad pues entre sus miembros destacaba incluso algún que otro premio Novel de literatura, opinaba justamente lo opuesto. Que Cero no estaba en el Mediterráneo en plena fase de despilfarro como apuntaban sus adversarios, sino que se encontraba probablemente en África acabado y medio loco, pero en cualquier caso honesto y libre de toda especulación indigna en lo concerniente a su obra, y sin otro objetivo que el que alguien le echara un “par de huevos” y le pegase un tiro. Es más, según afirmaba también este segundo grupo de críticos, ese era el final que siempre había tenido preparado el bueno de Cero, y es que entre sus partidarios poco a poco se había ido extendiendo la idea de que ése era precisamente el tema-esqueleto de toda su obra; el suicidio-asesinato.

Pero toda esta controversia con respecto a la autenticidad o falsedad de su obra sólo fue posible hasta que hace poco tiempo de esto, unos diez años, un tipo, un psiquiatra casualmente también neoyorquino especializado en patologías mentales poco comunes, publicó un artículo titulado “El huevo o la gallina”, y mediante el cual, Moebius que así se llamaba el autor del mencionado artículo, en primer lugar planteaba la cuestión de que había dado pie a qué (si las diecisiete novelas previas al Cubo de Rubbick, o si por el contrario había sido el Cubo de Rubbick el que había dado lugar a las diecisiete novelas anteriores), y en segundo lugar, demostraba como la enfermedad de Cero así como sus ya de sobras conocidos efectos, eran muy reales, pues él sin ir más lejos había tratado en su propia consulta a algunos pacientes con el mismo problema cosa que podía demostrar cuando y cómo quisiera. Es decir, con nombres y apellidos si era necesario. Así que por tanto y si esto era cierto que parece que sí (y la prueba es que nadie ha sido al menos de momento capaz de salir al paso de tales afirmaciones) era posible llegar a la conclusión de que el doctor Deckland había estado equivocado, consecuencia número uno, y consecuencia número dos, que la enfermedad de Cero ni era nueva ni tampoco desconocida, aunque eso sí reconocía el propio Moebius, sí su víctima más célebre. El que mayores logros individuales había conseguido.
Pero el artículo del tal Moebius no acababa ahí porque, además de suscitar la polémica que os podréis imaginar, también en él se hablaba de otros casos que si bien no eran idénticos ni en cuanto a los síntomas ni en cuanto al desenlace de ésta en cada uno de ellos (diferentes todos y no más de cinco en total), por el contrario sí guardaban cierta similitud en otros aspectos muy próximos. Por ejemplo, en el artículo de Moebius también se mencionaba el caso de un asesino que le enviaron en cierta ocasión desde una penitenciaria del norte de Estados Unidos porque al parecer allí, en la enfermería de la cárcel, nadie se explicaba nada de lo que le pasaba a aquel recluso que mira tú por donde, ahora y en lugar de planear fugas o violar a sus compañeros lo cual hubiese sido en cierto modo el comportamiento lógico y normal de un recluso condenado a muerte tal y como era su caso, pues bien, ahora en cambio y tras detectársele le enfermedad, le había dado por estudiar medicina, psicología, derecho, y así sucesivamente, y todo ello como si tuviese la posibilidad de pasar al siguiente curso. O también, otro caso igualmente singular, el de un conductor de autobuses moscovita que un día y después de veinte años cubriendo exactamente la misma ruta (ni un solo cambio) va y así por las buenas se pierde con sus cincuenta pasajeros a bordo y sin recordar después nada de lo sucedido, para después, una vez restablecido y puesto de nuevo en circulación, comenzar a hacer la ruta pero esta vez en sentido contrario. Es decir, empezando literalmente por donde antes acaba y acabando por donde antes empezaba. O quizá el caso más desconcertante de todos, el de un niño japonés de tres años e hijo de una familia de profesores de lengua francesa concretamente, que tras comenzar a hablar en su lengua materna lógicamente, la japonesa, de un día para otro deja de hacerlo para pasados unos días comenzar de nuevo pero en esta ocasión en el francés de un adulto como mínimo licenciado en periodismo (¿).

Pero también y según este mismo artículo la causa de la enfermedad de Cero así como la de los otros pacientes que el doctor Moebius afirmaba haber tratado en su consulta neoyorquina hasta la extenuación, al parecer habría tenido su origen en una proteína llamada MS4, cuya misión dentro del cuerpo humano aún estaba por determinar aunque cada vez se estaba más cerca de una explicación. No obstante cada día que pasaba, cada pequeño descubrimiento hecho en una u otra dirección, permitía avanzar a pasos agigantados en la investigación panorámica de la enfermedad, y de ahí que ningún detalle subrayaba el mismo Moebius, fuese susceptible de ser pasado por alto. De modo que esta proteína en principio fantasma a la cual Moebius no parecía tener ningún reparo en señalar con el dedo, era según todas las hipótesis, la culpable de una especie de desaceleración psíquica muy poco común, e incluso en algunos casos como el de Cero, la causante de un retroceso que podía llegar a ser extremo y muy radical. También afirmaba Moebius en su artículo que este desaceleramiento era mayor o menor en función de la capacidad intelectual del enfermo en cuestión, y que como es lógico suponer, a mayor inteligencia del individuo afectado, mayor era también el grado de retroceso al que ese mismo individuo se veía expuesto. Pudiendo llegar como en el caso de Cero hasta el mismísimo momento de su nacimiento, o incluso, porqué no, era una posibilidad, a una parálisis irreversible.

Pero para lo que no tenía tantas respuestas en cambio Moebius (y de hecho él mismo lo reconocía sin ningún tipo de tapujos) era para el rebote de ese retroceso del que él mismo hablaba, y que en el caso de Cero por ejemplo, haría cambiar definitivamente su personalidad y enfoque a la hora de retratar el mundo como ya hemos podido observar mediante algunos ilustrativos ejemplos. No obstante el Cubo de Rubbick era según el mismo Moebius la más clara evidencia de todas de esa mutación de la personalidad que todos los pacientes, sin excepción, sufrían aunque de muy diferente forma y en muy diferentes grados. Por otro lado recalcar igualmente que de las palabras de Moebius también se desprendía (y de hecho él personalmente parecía estar plenamente convencido de ello) que en poco tiempo quizá (en un par de años a lo sumo parecían ser sus cálculos más pesimistas) podrían comenzar a comprenderlo cuanto menos en una pequeña parte (y aquí hablaba más de una esperanza que de una realidad) y de ahí quizás que incluso se atreviese a dar ya casi por hechos, ciertos avances científicos de enorme trascendencia.

Ahora bien, en cualquier caso lo que sí quedó muy claro a partir del mencionado artículo (de hecho marcó un antes y un después en todo lo referente a lo que a la obra de Cero se refería) fue que su obra y hubiese sido “ayudada” o no por la famosa proteína MS4, de ningún modo podía ser el resultado de estrategia comercial alguna como tantas veces se había dicho, mientras que por el otro lado habría venido a desmontar la tesis de todos aquellos que sostenían que el Cubo de Rubbick era una genialidad sin más, la obra por así decirlo, de un personaje único y exclusivo, con lo cual ambas líneas de investigación, tanto la de sus detractores como la de sus seguidores más acérrimos, habrían quedado en entredicho. Es más, simplemente eran las últimas palabras de Moebius en aquel artículo antes de que lo firmase con su nombre, abajo, a la derecha, habría sido el hecho de desaprender, lo único que le habría permitido después aprender de cero aunque esta vez sabiendo todo lo que ya sabía anteriormente. Es decir, que Cero al escribir el Cubo de Rubbick debió poseer algo así como la experiencia y sabiduría de un escritor de doscientos años de edad, y de ahí la perfección arquitectónica e industrial de toda la obra.