Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".

Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?



viernes, 8 de enero de 2010

Comentario a la obra de Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas”

Existen lugares en la historia de la literatura universal en los cuales uno, quizás, jamás se debería detener. Lugares, cierto, que en realidad no son más que simple papel, simple tinta, puro lenguaje, pero que sin embargo y como consecuencia de lo traumático que pueden llegar a resultar las imágenes que éstos irradian como la antena desconfigurada de un viejo transmisor, acaban por adquirir la forma casi completa de un bisturí. O peor aún; de una especie de operación a la que así y por las buenas, alguien nos somete sin el más mínimo motivo aparente. Y es que nuestra capacidad para sentir miedo, dolor, alegría, rabia, tristeza o incluso la más profunda de las iras, poco o nada tiene que ver con el hecho al fin y al cabo subjetivo, que la causa que lo provocara fuera en origen tan real como un dolor de muelas o tan ficticia como un anuncio de televisión. Lo determinante, en fin, no es la causa en sí, sino el modo o la intensidad con la que esa causa es percibida por sus respectivos destinatarios.
Quizá por todo ello existen simulacros en este mundo que causan mayor desconcierto que cualquier realidad, y realidades a las cuales ya les gustaría parecerse a la más simple de las simulaciones. Como quizás, por ello mismo también, existen lugares en la historia de la literatura universal que son mucho más terribles que cualquier drama humano al que uno se pueda enfrentar. Pero entre todos esos lugares por los cuales hemos recomendado pasar de largo, existen además, algunos, no muchos, que pueden llegar a convertirse en un verdadero horror. Pero no porque sean más reales o más ficticios que otros lugares “literarios” cualquiera, o incluso porque sean percibidos con mayor intensidad que el resto, sino más bien porque su localización parece encontrarse en algún punto indeterminado y por el momento desconocido de lo que muy bien podríamos calificar de «geografía literaria infernal».

Ahora bien, ¿es posible aunque sólo sea a modo especulativo situar todo ese horror en algún punto aproximado de esa «geografía literaria infernal»? ¿o dónde se encuentra ubicado –aunque sólo sea por contraste- todo ese horror del que hablamos y través del cual una simple frase escrita en una habitación cualquiera por un escritor desconocido puede llegar a traspasarnos como si nos fuera algo propio? o incluso ¿a qué podría obedecer esa «deslocalización» del horror? ¿o cuáles podrían ser las verdaderas intenciones del autor si es que efectivamente existe en un fenómeno literario de semejantes características la posibilidad de la premeditación? ¿la posibilidad de la planificación?

Una historia bien contada y provista de una serie de elementos con características muy determinadas parece encontrarse -independientemente de cuál sea la respuesta a todas las preguntas que acabamos de formular- en la raíz misma del problema. Así, por ejemplo, resulta evidente que antes de la ubicación de todo ese horror y sea cual sea su emplazamiento definitivo, será necesaria la presencia indiscutible de una serie de elementos previos tras los cuales, o por debajo de los cuales, o sobre los cuales, o puede incluso que en el exterior mismo de los cuales, se esconda todo ese horror del cual hablamos como si hablásemos de una pandilla de fantasmas fugados de una película de ciencia ficción. Así pues y mucho antes de formularnos la inevitable pregunta de «¿dónde se encuentra en ciertos casos muy puntuales el horror, el verdadero horror, el horror mental sin paliativos?» quizás deberíamos preguntarnos qué hay de particular en la combinación de todos esos elementos que permite su existencia y posterior “ocultamiento”. La inevitable pregunta de: «¿qué pasa en ciertas historias –que no en todas pues de lo contrario dicha pregunta carecería de toda razón de ser- que hace posible, uno; que el horror literario se perciba como si fuera real, y dos; que en ningún caso seamos capaces de indicar cuál es la fuente de la cual emana como un fuego invisible todo ese horror sin lugar, todo ese horror sin rostro, todo ese horror imposible de nombrar?».

Así a voz de pronto la primera cuestión que se nos ocurre es la de si no existirá una relación directa entre una cosa y la otra. Es decir, si de algún modo, el verdadero horror no consistirá precisamente en eso; en no saber dónde está. En no poder, por decirlo de una vez por todas, otorgarle un rostro claro y nítido a partir del cual podamos hacerlo reconocible y por consiguiente «perseguible», «destruible», «descifrable», «vulnerable», etc, etc, etc. Sin embargo el mismo hecho de plantearnos una cuestión de semejantes proporciones nos devuelve como un muelle a la cuestión anterior: ¿pero qué se supone que se debe hacer desde el punto de vista del autor para hacer el horror invisible? ¿o cómo lo tengo que hacer yo -hipotético autor de una novela “x”- para que ese horror quede sin lugar y por extensión sea susceptible de ser convertido en el más terrible de los horrores literarios jamás escritos por un hombre?

Si damos por válido el ejemplo de la novela de la cual surgió toda esta problemática así como algunos de los principales consejos estéticos que nos proporciona su fantástico autor, el eminente y cinematografiado Joseph Conrad, no tardaremos en llegar a la conclusión de que más allá del exceso de explicaciones o de la denominada explicitud con la que la mayoría de autores suelen revestir cualquier situación literaria para hacerla así –o al menos eso es lo que ellos creen- más completa, más sugerente, más visual, más sincera, más real, más convincente incluso podríamos llegar a decir, lo que de verdad proporciona una riqueza inalcanzable por cualquier otro medio literario es precisamente la ausencia de cualquier tipo de respuesta clara y evidente. Es decir, la indefinición e indeterminación con la que son expresadas ciertas «verdades literarias», pues sólo así quedará abierta la puerta a la posterior sugestión del lector, a la ilusión, a la duda si se prefiere, o lo que vendría a ser lo mismo en este caso, a la posibilidad encubierta y camuflada de la participación indirecta del propio lector.

Pero semejante capacidad para generar de forma consciente ambigüedad, inconcreción, o dicho con otras palabras, la negación constante e inquebrantable de respuestas concretas que allanen el camino a un lector convertido ya a esas alturas en investigador, tampoco servirían de nada sin la presencia de otro recurso fundamental e igualmente complicado de aplicar por mucho que uno conozca su importancia: el de suprimir y ocultar deliberadamente ciertos fragmentos de la trama los cuales de estar presentes facilitarían enormemente la comprensión y entendimiento de determinados pasajes ahora del todo oscuros y enigmáticos. Así pues y si trasladamos toda esta problemática a la cuestión específica del horror, o mejor aún, a la cuestión de cómo crear y manipular a nuestro antojo todo ese horror, pues bien, primero nos encontraremos con que no se debe precisar en qué consiste ese horror, y segundo; con que tampoco se deben facilitar demasiadas pistas sobre los motivos por los cuales hemos llegado a esa indeterminación. Más aún, quien de verdad pretenda comprender cómo la obra ha llegado a adquirir tal o cual forma, se tendrá que ver obligado a reconstruir de forma inversa al sentido de las agujas del reloj (algo sin duda muy parecido a lo que ahora mismo estamos haciendo nosotros) todos los pasos que el propio autor ha ido sistemáticamente borrando tras sus pies. Todo ello nos conduce a una nueva conclusión: el horror para no tener lugar, previamente debe haber sido aislado de su contexto inmediato.

Pero una cosa es que hayamos llegado a la conclusión de que el horror para ser efectivo tenga que permanecer desconectado del resto de elementos de los cuales en buena medida surgió, y otra muy distinta es que seamos capaces de precisar en qué punto de la «geografía literaria infernal» se encuentra toda esa isla de la que hablamos como el que habla de un pronóstico del tiempo. Ahora bien, ¿pero es que la propia cuestión no responde ya hasta cierto punto al motivo que la generó? ¿o es que acaso el hecho de aislar algo, lo que sea, no equivale en cierto sentido a "dejar fuera”, a separar, a tomar distancia, en definitiva, a no formar parte de nada salvo de uno mismo?.

Si ha quedado más o menos demostrado que el horror no se encuentra entre el resto de elementos de la trama pues sólo así parece funcionar correctamente, y tampoco nos encontramos en disposición de precisar qué lugar podría ser ese donde se esconde “el horror” del que hablaba Conrad a través de la voz de Kurtz pues las posibilidades de éxito son casi nulas, por fuerza deberemos plantearnos la posibilidad de que, o bien ese lugar en realidad simplemente no exista, punto número uno, o algo aun desde luego mucho más desolador si de verdad aceptamos esta última opción así como todas las consecuencias que ello implica, que ese lugar sólo exista en tanto en cuanto nosotros lo hacemos posible. De aceptar la idea, terrible pero posiblemente más beneficiosa que cualquier otra idea a la que pudiéramos abalanzarnos, de que el horror, el verdadero horror, ese horror que tanto miedo nos da y del cual quisiéramos evitar toda presencia, todo contacto, en realidad se encuentra en nosotros mismos, en los hombres huecos, en los hombres rellenos inclinados los unos con otros con la cabeza llena de paja como escribía T.S.Elliot en su célebre poema. Pero de ser efectivamente cierto que el horror en realidad, no se encuentra en libro alguno sino que muy por el contrario se encuentra en la cabeza de aquellos que los leen ¿qué consecuencias podría tener algo así? o más aún, ¿qué podría suponer desde un punto de vista ya no sólo literario sino simplemente humano, el hecho de que un autor de la perspicacia de Joseph Conrad nos esté insinuando que el horror entendido como un dolor indescriptible e insoportable nos acompaña allí a donde sea que vamos, y por lo tanto, allí donde sea que nos ocultemos?

Al margen de las respuestas que cada uno y en la medida de sus posibilidades pueda proporcionar a todas estas cuestiones, lo que sí está claro es que cuando allá por el final de la novela Conrad decide transmitirnos a través de la justificante voz de Marlow que Kurtz a recapitulado y ha juzgado: «el horror, el horror», es evidente que nosotros y como simples lectores que se aproximan a un texto como el que se aproxima a un monumento histórico cualquiera, podemos en lo referente al contenido de tales palabras, aventurarnos a realizar tantas interpretaciones como lo creamos conveniente si es que ello ha de servirnos para obtener las respuestas deseadas. Y sin embargo, sólo una interpretación parece escapar, al menos en mayor medida que el resto, a la norma: la de que no hay ni puede haber interpretación definitiva alguna pues de lo contrario el horror perdería su auténtico sentido: el horror mismo.