Una de las ventajas más interesantes que sin duda ofrece Internet y con ella la edición de blogs, páginas web, redes sociales, etc. etc., etc., es como poco, la de conceder a todos aquellos que la utilizan, la posibilidad de editar de forma inmediata, continua y casi infinita, cualquier tipo de producción que haya salido de sus cerebros. El resultado de todo ello es un producto que a diferencia de lo que venía ocurriendo en el pasado, nunca, jamás y bajo ningun pretexto, dejará de crecer, cambiar y adaptarse a las circunstancias en las cuales por fuerza deba desarrollarse, hecho que nos hace pensar a su vez en la mismísima vida y existencia de las cosas que -para que nos entendamos- esta vez sí son cien por cien "reales".
Este blog de lo que trata por tanto es de aprovechar esos "vericuetos" virtuales, y a partir de ahí equiparar la literatura (en otro lugar pasará lo mismo con la música) a un estado muy próximo a la existencia. A un estado en el cual "como en la vida misma", las cosas puede que un día sean fantásticas y al siguiente no valgan absolutamente nada, pero lo que no pasará nunca es que continuen siendo perezosamente iguales a como lo habían sido siempre. Porque, ¿alguien ha tenido alguna vez el placer de conocer a alguna persona que estuviese totalmente finalizada? O más aún: ¿alguien puede precisar el día y la hora en que tal o cual sentimiento se extinguió para siempre?
sábado, 4 de diciembre de 2010
El coro
por autopistas de cuatro carriles y televisores de quinientos canales,
por edificios de doce plantas y elecciones electorales.
Como una lápida puesta en pie me veo ir y venir como una escopeta de doscientos cañones.
domingo, 7 de noviembre de 2010
Maldita literatura
El bueno de Claudio está ahora en un bar tomándose un café con leche tranquilamente, y mientras hojea la sección de sucesos del periódico digital buscando en él algo en lo que poder convertirse esa misma noche, alguien se le acerca por detrás y le escupe sin miramientos: «¡Perdone que le interrumpa caballero, pero yo le conozco! ¿No se acuerda de mí verdad? ¡Mi nombre es Severiano! ¡Sí, como el personaje de esa película cuyo título ahora mismo no recuerdo! ¡Pero no, por la cara que pone ya veo que no! ¡En fin, quizá le refresque la memoria si le digo que le vi personalmente allá cuando era corresponsal de guerra en Israel. Sí, es más, no fue precisamente allí donde le mataron? ¡Claro que sí, estoy convencido, en 1967, durante la guerra de los seis días y toda aquella patraña contra los egipcios! ¡Y ahora que lo veo más de cerca! ¿No es usted también aquella jovencita que fue salvajemente asesinada en Londres allá por el año 1886, sí maldita sea, aquel terrible asesinato que no llegó a resolverse nunca y que creó una gran conmoción durante algo más de seis meses en todo el condenado país? ¡Sí maldita sea, y no me mire con esa cara le digo, ocurrió una sangrienta noche de invierno en St. James Park recuerda? ¡Pero qué digo, y tanto que es usted! ¡Yo no me equivoco nunca cuando se trata de reconocer caras! ¡Su cadáver fue hallado hecho pedacitos, je, je, es más, según se decía, habían trocitos por todas partes, incluso sobre las ramas de los árboles se encontraron restos de dedos, algunos manojos de pelo y otras cosas por el estilo que ni me atrevo a mencionar! ¡Pero menuda guarrada que le hicieron eh? ¿Pero sabe una cosa? ¡De entre todas las veces que hemos coincidido, y aunque usted no lo recuerde han sido varias se lo puedo asegurar, yo sin duda me quedo con aquel mugriento asesino que solía ser usted allá por el año 1942, aquel palurdo sureño que se creía un poeta y que fue sembrando de cadáveres la carretera que va desde Alburquerque hasta Las Cruces como si estuviese plantando maíz, sus poemas como usted los llamaba! ¡Je, je! ¡Que mala leche, pero que tío más cachondo que es usted y que humor más siniestro el suyo! ¡En fin, aquello sí que fue toda una hazaña! ¡Veintitantos fiambres entre ellos niños y ancianas desvalidas y usted como si nada, pavoneándose entre todos aquellos soldaditos de plomo antes de que lo friesen en la silla, en la cruz como usted mismo la calificó en aquella entrevista concedida para la televisión estatal! ¿Pero de verdad que no se acuerda de mí? ¡Pero bueno, volviendo al presente! ¿Qué casualidad no le parece? ¡Usted y yo aquí, en esta ciudad llena de bárbaros! ¡Pero que estoy diciendo, sé que todo esto le resultará de lo más extraño, ya sabe, lo de que alguien se presente así de repente sin que usted lo conozca y todo eso, pero es que yo para estas cosas tengo una memoria de elefante! ¡Es más, hay ciertas caras como la suya sin ir mas lejos, que una vez las he visto no se me olvidan nunca! ¡Nunca! ¡Pero bueno, tampoco era mi intención incomodarle e interrumpir su lectura que como veo, es de lo más interesante! ¡Así que, de veras que lamento mi intromisión, pero repito, cuando reconozco a alguien, cuando veo a alguien que ya he conocido con anterioridad soy incapaz de reprimirme, ya ve, tengo que acercarme y decirle algo comprende! ¡Cualquier cosa y por estúpida que sea! ¡Ahora, eso sí, sólo una pregunta más y después le dejaré en paz! ¿Pero cómo lo hace usted para mantenerse tan bien? ¡Ya sabe de lo que le hablo, quiero decir, que tiene usted un aspecto formidable! ¡De verdad, ciertamente formidable! y por último ¿Y dónde se ha metido durante todo este tiempo Sr. Claudio? ¿Qué ha hecho? ¿A qué se dedica exactamente en la actualidad? ¿O es que ahora ya no se llama Claudio?».
La irrupción de aquel extraño ha dejado a Claudio extraordinariamente conmocionado. Atónito ante el hecho del que sin duda, acaba de ser testigo ¿Pero cómo es posible se pregunta el bueno de Claudio que un desconocido, allí, en aquel bar precisamente, un tipo al que no había visto jamás, porque eso es seguro, que no lo había visto nunca, supiese tanto sobre su vida privada, su nombre por ejemplo, o el contenido de las historias que él mismo ha escrito por las noches a escondidas y en su habitación, en aquella misma pensión para turistas en la que vive desde hace poco más de dos meses. Pero a la vez, y esto es lo más alucinante del caso desde luego, atribuyéndole los rasgos físicos de sus personajes, su apariencia psíquica e incluso la época en la que vivieron y murieron, y por si todo esto no fuera todavía suficiente locura -que lo es- hacerlo con toda normalidad además, así, con toda tranquilidad y lujo de detalles. Es decir, como si fuese lo más normal del mundo ser un hombre y una mujer al mismo tiempo, en diferentes épocas y lugares, muertos o vivos? Ahora bien, y esto ya si suponiendo lo “insuponible” ¿Pero por qué y sólo en el caso de que todo aquello pudiese ser real, algo imposible desde luego, todas y cada una de las historias acaban según aquel tipo le había explicado de forma totalmente diferente a como él las había escrito? Por ejemplo, en sus libros el periodista del que aquel tipo le había hablado, no había muerto, como tampoco lo había hecho la chica de Londres de la que tantos detalles le había proporcionado aquel mentecato. En cuanto al asesino, bueno, el libro del asesino todavía no estaba acabado, y la verdad, no creía que pudiese acabarlo nunca.
Sea como sea Claudio finalmente se decanta por olvidar todo el asunto y actuar como si no hubiese ocurrido nada. Además, en este caso en particular no parece haber explicación alguna, así que en cierto modo tampoco tiene demasiado sentido darle más vueltas a la cabeza, y menos aún, por algo que seguramente no es más que otra mala jugada de una imaginación desbordante. AUTÓNOMA e INDEPENDIENTE. Así que tal y como su buen amigo el Dr. Gómez le recomienda cada vez que va a su consulta, pues bien: «Mi buen amigo Claudio, o dejas de inventarte cosas, o al final serán las cosas las que acabaran por inventarte a ti». De modo que ya algo más tranquilo tras este último recordatorio, es cuando Claudio retoma el periódico precisamente por allí por donde lo había dejado.
"... Esta mañana en el céntrico barrio del Raval de Barcelona ha sido hallado el cuerpo sin vida del famoso novelista y librepensador Claudio Nardiello. Conocido en el mundo entero por su polémica teoría de las "Palabras Vivientes", y que junto con el prestigioso científico mejicano Daniel “persecución” López, les había valido la consecución del Premio Novel de Literatura y Física respectivamente en el año 2050 además de múltiples beneficios económicos gracias a la multinacional Living Words Technologies. Su cadáver, que fue encontrado boca arriba, maniatado y con múltiples impactos de bala tanto en la cabeza como en el resto del cuerpo, fue descubierto por una joven turista alemana que tras el terrible hallazgo informó de inmediato a las autoridades las cuales se personaron en el lugar de los hechos algunos minutos más tarde. Según el mismo portavoz de la policía nacional, el comandante de origen boliviano Nelson William Irabiel (lo recordaran también por el famoso caso de pederastia que convulsionó la ciudad como un terremoto) el motivo podría estar relacionado con el último proyecto en el que la víctima estaba trabajando, pues al parecer tanto sus papeles así como su ordenador portátil habían desaparecido de la escena del crimen. «Lo que más nos ha sorprendido de todas maneras» han sido las palabras textuales del comandante Gutiérrez «es la brutalidad del crimen. El ensañamiento. La voracidad en definitiva del asesino o asesinos».
viernes, 5 de noviembre de 2010
El coro
en el cementerio de las cruces de tu pelo negro.
viernes, 1 de octubre de 2010
El humanista
Como no podía ser de otra manera los primeros en interesarse por el increíble potencial de la proteína MS4 fueron los investigadores del ejército norteamericano los cuales vieron en ésta (tampoco hace falta ser Aristóteles para darse cuenta) la posibilidad de múltiples aplicaciones tanto civiles como militares. Soldados experimentados con tan sólo dieciocho años de edad que formarían batallones invencibles, o espías políglotas que se moverían por todo el globo terráqueo a la caza de algún secreto de estado, etc, etc, serían a partir de ahora tan factibles como fabricar un tornillo o un bolígrafo de color azul. Pero la cosa podía ir mucho más allá desde luego, mucho más allá. Senadores, jueces, e incluso presidentes del gobierno con la experiencia del mismísimo Julio Cesar de haber seguido vivo durante todos estos años, gobernarían el mundo con sus sabias decisiones, y así, un sin fin de maquiavélicos mutantes más estratégicamente repartidos por toda la corteza terrestre los cuales a la postre acabarían formando lo que en su conjunto sería el ejército más poderoso del mundo. Es decir, una nueva raza no ya aria como la que había soñado Hitler en su momento, sino más bien “sabia”, más al estilo de los griegos o ilustrados franceses pero con un toque personal más acorde con los nuevos tiempos, era sin duda posible. En conclusión, los militares norteamericanos habían visto en la proteína MS4 más que la posibilidad de una raza de súper hombres, la oportunidad de meter todo el conocimiento humano, toda la historia y todos los descubrimientos acumulados hasta la fecha, en la mente de un niño, por decir algo, de diez años.
A partir de ese momento y gracias a ellos las investigaciones sobre la proteína MS4 pudieron seguir adelante precisamente allí donde Moebius las había dejado bien fuese por falta de medios, bien sencillamente porque era incapaz de proseguir con sus investigaciones sin que ello implicase dar más palos de ciego. De hecho uno de los primeros descubrimientos llevados a cabo por los investigadores norteamericanos fue que la proteína MS4 no era sólo propia de los seres humanos, sino que también algunas plantas y animales, mamíferos en su mayoría, la poseían en grandes dosis. Asimismo los científicos también descubrieron (y aunque esto en cambio no fue ya un paso adelante sino que más supuso un enorme contratiempo) que la proteína no podía ser manipulada así como así, pues siempre, y fue aquí donde comenzaron a llegar los problemas, el resultado, el rebote con el que ya se había topado Moebius en su día y que él mismo aseguraba no comprender en absoluto, era algo así como si nunca siguiese una misma pauta de comportamiento. Es decir, a veces los “pacientes” se morían repentinamente, otras en cambio se suicidaban o cuanto menos intentaban hacerlo, otras asesinaban a sus compañeros, otras simplemente se convertían en niños y en niños se quedaban para siempre, no evolucionaban, no crecían, o al menos no mentalmente. Pero la cosa no quedaba ahí porque después había otro grupo de pacientes a los que les pasaba justamente lo contrario, esto es, evolucionaban demasiado, se convertían en sabios con miles de años de experiencia y tanto era así que intentaban escabullirse de sus captores comprometiendo con ello el avance del proyecto. Desenlace éste, más que probable por otro lado. Así que era evidente que había alguna pieza que no encajaba ¿Pero cuál? Se preguntaban en pasillos y laboratorios los investigadores claramente desconcertados ¿Dónde y por qué estamos fallando?.
Fue precisamente entonces cuando alguien del equipo sugirió como medio para salir de aquel callejón sin salida, buscar a Cero y averiguar de él todo cuanto fuese posible. La idea no hace falta decirlo, era sacarlo de allí donde estuviese, y entonces sí estudiarlo al milímetro para ver si así y con un poco de suerte, descubrían algo que se les hubiese pasado por alto. Cualquier pequeño detalle por insignificante que fuese. La cosa estaba bastante clara: sólo en Cero se habían dado las circunstancias tanto físicas como mentales necesarias para “domesticar” los efectos secundarios de la famosa proteína, y de ahí que quisieran encontrarlo. Esto es, averiguar qué había de exclusivo en él que no hubiese en el resto de pacientes.
El día en el que el agente especial de la CIA Jeff Fisherman por fin encontró a Cero, éste ni estaba en la costa mediterránea ni tampoco en América del Sur esperando a que le mataran tal y como se había especulado en multitud de ocasiones. De hecho Cero y según él mismo explicaría más tarde jamás en su vida había estado en tales lugares a excepción de algún que otro viaje “relámpago” a zonas por lo general muy próximas a su casa, factor éste que quedaba perfectamente demostrado por su gran, como decirlo, sedentarismo. Además, según también su propia versión de los hechos él jamás habría intentado difundir la idea contraria en lo que a su paradero se refería, siendo quizá la mejor prueba de que efectivamente así era, que llevaba una década más o menos empadronado en el mismo sitio, esto es, en el ayuntamiento de St. Maló (en la costa atlántica francesa), y no sólo eso, sino que además ellos mismos podían comprobarlo cuando y como quisieran pues eran muchos los datos y documentos administrativos que permitían corroborarlo.
Pero más allá del éxito que lógicamente supuso el hallazgo de Cero en un plazo de tiempo tan corto, lo que sin duda más sorprendió a los investigadores norteamericanos fue que Cero y ya desde un principio, se ofreciera voluntariamente a cooperar con ellos sin que en ningún momento parecieran preocuparle las evidentes molestias derivadas de un tratamiento científico-militar de aquellas características. Es más, Cero, de algún modo, incluso parecía complacido de que todo se pusiera por fin marcha, y especialmente, cuando se le interrogó sobre la posibilidad de viajar a Estados Unidos pues allí iba a ser precisamente donde deberían tener lugar la mayoría de las pruebas médicas. Finalizados los preparativos se produjo el deseado traslado. El viaje se realizó en un avión privado que pagó íntegramente el gobierno de los Estados Unidos con el dinero de sus contribuyentes, y exceptuando el miedo que le causaba a Cero el volar en un aparato de las dimensiones de una caja de cerillas, el viaje se realizó sin contratiempo alguno y en un ambiente de cordialidad y tranquilidad absoluta. Una vez en tierra, lo trasladaron de nuevo. Este segundo viaje se efectuó en cambio por carretera durante algo más de doscientos kilómetros, y a excepción de la gran cantidad de preguntas que Cero formuló a propósito de casi todo cuanto se le cruzaba por delante, lo cierto es que poco más se podría decir a este respecto sino es que todo se desarrolló según lo establecido.
Las primeras pruebas fueron de carácter general e incluso en cierto modo, decorativas. La intención de los médicos era al parecer la de no hacer sentir ya desde un mismo inicio a Cero como un vulgar conejillo de indias, y de ahí quizá que se intentase por todos los medios no incomodarlo más de lo estrictamente necesario a pesar del retraso que tales concesiones suponían para correcto desarrollo de la investigación. Sólo así se explica por ejemplo, que en aquellos primeros días en el laboratorio ni se mencionase la posibilidad de someterlo al polígrafo (prueba que todo sea dicho más tarde superaría sin excesivos problemas) o ya y en un plano exclusivamente médico, la intención de empezar con la larga lista de pruebas previas al aislamiento de la proteína MS4. Pasados unos días más sin embargo, el cerco se fue estrechando dando paso con ello a innumerables pruebas, que todo sea dicho, Cero fue superando con una gran paciencia.
Pero al contrario de lo que esperaban tampoco en Cero los científicos encontraron nada diferente con respecto a los otros pacientes que ya habían tratado hasta lo absurdo. Todo lo contrario. Su cuerpo así como su mente, parecían los de una persona asquerosamente normal, o por lo menos, todo lo normal que podía ser un tipo de ochenta y cinco años de edad con una cara hecha como de pedazos de zapatos viejos, vestido como si se dispusiese a dar un paseo espacial, y con unos conocimientos de historia, política, astronomía, literatura, filosofía, física, ingeniería, arte, matemáticas o medicina por poner sólo algunos ejemplos, descomunales. Inabarcables sin duda para cualquier ser humano por mucho tiempo, inteligencia o constancia que hubiese dedicado al estudio y asimilación de tales asuntos.
La única diferencia destacable en todo caso es que aunque sí era cierto que la proteína estaba allí y que tal y como había asegurado Moebius en su día ésta padecía una especie de deformación y de ahí la enfermedad, en Cero y a diferencia de los demás, el proceso de aprendizaje posterior al desaprendizaje, el famoso rebote del que tanto hemos hablado y para el cual los investigadores no encontraban explicación alguna, en Cero curiosamente parecía estar estancado, y la mejor prueba de ello es que él mismo era el primero en dar fe de que, desde hacía bastante tiempo, le resultaba imposible aprender nada más. Es decir, el proceso, de algún modo, poco a poco se había ido frenando hasta detenerse por completo. Es más, se habían hecho algunas pruebas al respecto y no había error posible. De modo que tal y como estaban las cosas (y era por tanto aquí donde al parecer residía la diferencia entre Cero y el resto de enfermos) era como si aquel hombre ya hubiese aprendido todo lo que tenía que aprender, y en su cerebro ya no cupiese ni un solo conocimiento más. Es decir, que era como si su mente estuviese a punto de rebosar, o quien sabe, ya lo hubiese hecho, y nadie hubiese caído en la cuenta de que algo así pudiese realmente llegar a producirse. En cualquier caso lo que sí quedó claro a partir de ese momento es que estaban avanzado hacia algún punto, aunque la verdad es que tampoco parecían saber muy bien cuál era ese punto.
Fue precisamente a partir de entonces cuando los investigadores se decantaron por darle un giro a todo el experimento y orientar las pruebas hacia un ámbito más psíquico, interior y mental. A partir de entonces comenzaron a efectuársele algunos test de inteligencia dando en todos ellos idéntico resultado. Es decir, que ni era más inteligente ni más estúpido que cualquiera de los que allí trabajaban por ejemplo, y menos aún, un superdotado tal y como algunos habían llegado a creer con total convencimiento. Así que, mira tú por donde los investigadores habían descubierto casi por casualidad algo nuevo, y ese algo fue que los conocimientos de Cero no dependían en modo alguno de su inteligencia, y menos aún de que la proteína MS4 convirtiese en más o menos inteligentes a las personas a las que afectaba. Si no que simplemente, lo que sucedía es que la proteína les ofrecía una oportunidad tras otra de reescribir sus propios conocimientos. Algo así como de dar una nueva capa de información a todo cuanto ya sabían hasta un punto, eso sí, finito, pues por decirlo de una forma sencilla, el cerebro humano al parecer tiene un límite, una capacidad máxima, y una vez se alcanza ese límite, esa capacidad máxima sea cual sea pues eso también puede variar en función de la persona afectada, el proceso parecía volver a comenzar pero en esta ocasión en sentido contrario. Lo que habían descubierto los investigadores por tanto y a falta de una comprobación posterior que sólo conseguirían reteniendo a Cero por algo más de tiempo, era que su cerebro actuaba a modo de una pista de tenis sobre la cual se jugaba un partido en el que a veces golpeaba el aprender, y en otras el desaprender. O sea, para que nos entendamos pues no siempre resulta sencillo visualizar estas extrañas abstracciones mías, todo indicaba que una vez el cerebro se llenaba después se tenía que vaciar y vuelta a empezar ¿Hasta cuándo? Eso en cambio tampoco lo sabían.
La siguiente sorpresa no fue de tipo médico tal y como a muchos les hubiese gustado sino que resultó ser más bien de tipo exclusivamente literario. La explicación para este hecho en principio inesperado fue que Cero y seguramente convencido de que la investigación había entrado en un punto muerto, se decantó por encerrarse en su habitación con el firme propósito de ayudar en la medida de lo posible, y todo ello gracias al único medio que quizá tenía de hacerlo; escribiendo sobre su pasado con la esperanza que aquello pudiese esclarecer algunos aspectos de su enfermedad. Así pues Cero escogió como punto de partida para aquel extraño relato suyo su obra más célebre y conocida, el Cubo de Rubbick, y de ahí hacia adelante con un estilo sobrio y muy depurado, decapado incluso, hasta Fisherman y aquella heladería de Sant Maló en la que lo habían encontrado hablando con un perro callejero muy amistosamente. El objetivo según el mismo Cero no era otro que el de describir con todo lujo de detalles sus años perdidos (casi cincuenta en total) para ver si así podían conseguir sacar algo en claro de toda aquella maraña de fechas y lugares, de recuerdos e invenciones, de infancias y terceras edades, por si acaso podía serles útil de algún modo.
Así pues y según el propio Cero, sus intenciones al escribir aquel pequeño diario de apenas cien páginas, era en primer lugar dejar constancia escrita de los síntomas puros y duros de su enfermedad; perdidas de memoria, desaprendizajes, aprendizajes, etc., y en segundo lugar averiguar cómo y de qué modo la enfermedad había afectado a su vida personal. «Caballeros, se trata de separar el grano de la paja» había escrito. «De extraer como si dijéramos algo que no me haya inventado, o lo que vendría a ser casi lo mismo en este caso, algo que no haya escrito». No obstante Cero ya lo había dejado muy claro en el encabezamiento de aquel pequeño cuaderno escrito de su puño y letra: «Mi único Dios es esa proteína pues sólo su mal o su buen funcionamiento puede explicar el sentido de mi vida». Por la parte que al Cubo de Rubbick le tocaba Cero mencionaba especialmente el mucho esfuerzo que le había costado escribirlo, así como las largas sesiones de corta y pega, el insomnio, las lecturas interminables, la recopilación de datos, etc., etc., pero también y con la firme intención de no mostrarlo únicamente como un tormento, la increíble satisfacción que había sentido al acabarlo, pues era, según sus propias palabras, aunque no su mejor obra, sí la primera de una larga serie de libros magistrales que fueron viniendo después y que quizá algún día saldrían a la luz. «Ya veremos» afirmaba Cero de un modo todo sea dicho, un tanto enigmático.
La cuestión es que una vez superaba estas primeras líneas Cero cambiaba de registro para pasar a esforzarse por mostrar su lado más humano. Por abrir su corazón digamos, y volcar su contenido de la misma forma que una cuba vuelca una tonelada de tierra en un edificio en construcción que después cumplirá una función social y puramente compasiva. Por ejemplo, Cero dedicaba algunas de estas primeras líneas a hablar de su familia y de como todavía se acordaba en muchas ocasiones de ellos, de lo mucho que los echaba en falta en definitiva, y también de lo mal que su larga separación (casi de medio siglo) lo hacía sentirse especialmente cuando estaba sólo. «Los veo en sueños» escribía, «vienen hacía mí todos juntos y a la vez, pero sin embargo yo nunca sé que decirles, me quedo callado, en absoluto silencio, de tal modo que cuando por fin creo que voy a ser capaz de articular una palabra, cuando por fin veo cercana la posibilidad de que algo amable y dulce vaya a salir de mis labios, pues entonces ya es demasiado tarde porque ellos ya han desaparecido, ya se han ido, de tal modo que yo me vuelvo a quedar triste y solo como un niño perdido en medio de un baile». Pero de todos los miembros de su familia y si bien es cierto que Cero intentaba no hacer distinción alguna a la hora de medir el amor que por cada uno de ellos había sentido, sí parecía bastante evidente su preferencia por Deissy, la más pequeña de sus hijas, y de la cual no hacía más que contar maravillas.
De los años posteriores Cero afirmaba tener muchas lagunas mentales, aunque también, algo nada extraño si lo pensamos detenidamente, muchos recuerdos increíblemente nítidos que venían a oponerse decididamente a esas mismas lagunas que tanta inseguridad y desconsuelo parecían causar en lo más profundo de su ánimo. No obstante y con la intención de explicar tal fenómeno, Cero escribía que en realidad era como si su memoria fuese un tren, y ese tren, él se lo imaginaba de pasajeros y no de mercancías curiosamente, sólo estuviese formado por la máquina que lo arrastraba y por el vagón de cola. Es decir, sin vagones intermedios ni ninguna otra “pieza” que uniese ambas partes del tren. «Los recuerdos suelen presentase desordenados» explicaba Cero a este respecto. «Unos encima de otros y creando extrañas formas que si uno las observa desde la perspectiva de la memoria, desde la perspectiva del olvido, no puede hacer otra cosa que no sea perderse. Que no sea desorientarse y no saber si es aire lo que respira y tierra lo que pisa. «He llegado a un punto señores» continuaba escribiendo con un tono que pasaba de lo cómico a lo trágico sin la más mínima transición «en que todo cuanto hago es intentar escapar al precio que sea. Volver a lo que puedo tocar y puedo ver. Con eso me doy más que por satisfecho».
Ahora bien, de entre todas esas cosas que Cero sí recordaba con increíble exactitud, quizás lo más destacable serían la gran cantidad de libros que afirmaba haber escrito. Unos mejores y otros peores desde luego, pero eso sí, todos ellos escritos a un altísimo nivel, y por supuesto, no hace falta insistir en ello, muy por encima de la media. No obstante Cero afirmaba haber escrito a lo largo de su vida entre cien y ciento veinte libros entre los cuales, destacaban algunas novelas, bastantes tratados científico-filosóficos de diferente signo y temática, así como algunos extraños experimentos técnico-literarios difícilmente clasificables, lo cuales en su conjunto vendrían a formar lo que después, pasado el tiempo, daría en denominarse el corpus ceromaniano.
Unas líneas más adelante Cero cambiaba de tema y comenzaba entonces sí a hablar de la evolución de la enfermedad en sí misma a lo largo de todos aquellos años. Cuáles habían sido sus diferentes fases, cómo y de qué manera se había ido ésta desarrollando con su cuerpo y su mente como único escenario. En resumen, Cero y después de algo más de cincuenta páginas parecía haber acabado con cualquier aspecto secundario de la enfermedad, y ahora con paso firme y decidido, empezaba a ir a por el grano. A cerrar el círculo sobre lo que él consideraba realmente importante. De hecho Cero explicaba a este respecto como al principio de padecer la enfermedad, se sentía de una forma parecida a como él creía que debía hacerlo un niño con un juguete nuevo allá por el día de reyes, aunque eso sí, con un juguete nuevo no lo olvidemos, que nadie más en el mundo ni poseía ni podría poseer nunca por mucho dinero o influencias que tuviese. Así que según él, y supongo que esto lo decía a modo de simple demostración de su grado de sorpresa ante la evidencia de ser el único portador de tan singular enfermedad, Cero explicaba como por aquella primera época se pasaba los días escribiendo sin parar como si su bolígrafo estuviese alimentado con energía atómica. Es más, todos los libros sin excepción eran mayores de tres mil páginas, e incluso algunos, los más extensos, podían llegar hasta veinte mil páginas sin ningún tipo de esfuerzo. Pero sin embargo de esta época tan productiva reconocía el propio Cero, si bien es cierto que parecía sentirse especialmente orgulloso debido a su indudable fecundidad literaria así como a la gran fuerza de sus ideas, también lo es que debido a que no conservaba ni uno solo de todos aquellos textos, el dolor y la irritación provocados por tal hecho parecían sumirlo a veces en un estado ciertamente preocupante. Es decir, que de algún modo era como si Cero hubiese descubierto el fuego y ahora no recordara qué pasos había seguido hasta encender la llama.
Superada esta primera fase su relación con la enfermedad cambió. A lo largo de este segundo periodo Cero al parecer ya no escribía tanto, y en cierto modo (él lo achacaba a una simple cuestión de hiper-madurez creativa) los temas sobre los cuales escribía, tampoco eran tan fundamentales como lo pudieran haber sido los de su primera y “atómica” etapa. Es decir, que Cero ya no intentaba comprender el mundo y menos aún educarlo tal y como al principio había intentado hacer, sino que simplemente se limitaba a escribir con el único objetivo de hallar respuestas concretas para problemas concretos. O leo textualmente un párrafo en el cual es él mismo Cero quien nos da algunas pistas importantes sobre este cambio de orientación creativa: «Mi único objetivo por aquella época pasó a ser el de llegar al convencimiento absoluto de que todo aquello que escribía era realmente lo que yo quería escribir y no al revés. Es decir, primero el pensamiento, las ideas, la sombra de aquello pretendo llegar a comprender, y detrás, como una especie de eco invertido, las humildes palabras que en última instancia serán las encargadas de darle forma a esas ideas y a esos pensamientos».
No obstante y entre la obras más importantes de esta época destacan algunos ensayos bastante rigurosos relacionados con el origen de su enfermedad y los posteriores efectos de ésta, y es que al parecer Cero llevaba ya sobre la pista de la proteína MS4 algunos años -casi cincuenta años más de lo que pudieran llevar los propios investigadores norteamericanos- y sobre ella habría escrito infinidad de teorías que siempre (pues Cero no tenía ningún tipo de inconveniente en reconocer sus propias limitaciones) habrían acabado por ser víctimas de su propia incompetencia.
Más adelante (hecho que no hace falta decirlo causó un gran revuelo entre todo el equipo de investigadores) Cero desveló que había sido él precisamente, quien mediante una serie de cartas seguidas de algunos breves contactos telefónicos, se había puesto en contacto con el Doctor Moebius, lo recordaréis -el médico que escribió aquel famoso artículo en el que descubría el porqué del comportamiento de Cero- y todo ello con la única intención explicaba, en primer lugar de ponerlo sobre aviso en cuanto a las causas de la enfermedad para que pudiera así hacerse una idea del mapa total de la enfermedad, y en segundo lugar, de sondear las posibilidades de un proyecto conjunto para ver si así podían llegar a descubrir algo que él por sí solo estaba claro que era incapaz de conseguir; una medicina efectiva. No obstante Cero explicaba que fue él mismo quien le proporcionó a Moebius los otros pacientes, así como también reconoció ser el autor intelectual del artículo que después firmaría Moebius a modo de testaferro científico.
Pero si bien Cero reconocía haber sido la persona que de forma encubierta habría dirigido todos los pasos de Moebius en su investigación (en realidad lo presentaba más que como un científico aventajado a su tiempo, como a un títere olvidado por un niño al que ya le habían regalado un juguete mejor) la verdad del caso es que explicaba más bien poco por no decir nada de esa misma relación, y es que al parecer o al menos eso daba a entender Cero, si bien era cierto que habían llegado a conocerse personalmente en cierta ocasión en el mismo St. Maló, únicamente se habían visto esa vez y en realidad se había tratado de un encuentro informal de apenas media hora en el que además de las formalidades típicas en estos casos «hola, qué tal, cómo va todo» y demás, sólo se habrían intercambiado algunas informaciones más bien escasas, y en su mayor parte de carácter más formal que no de contenido. Así que en cierto modo añadía Cero tampoco podía explicar mucho más sobre Moebius y sus pequeños avances en lo referente a la enfermedad, porque dicho sea de paso, ni habían existido tales avances ni tampoco parecía disponer de mucha información al respecto a no ser que se la inventase. Ahora bien, en cualquier caso lo que sí parecía probado era la manipulación de Moebius por parte de Cero, y esto no hizo otra cosa que preocupar a los responsables del proyecto los cuales a partir de entonces comenzaron a hacerse preguntas del tipo: ¿Dónde ha estado Cero entonces durante todos estos años? ¿Por qué y con qué finalidad se ha dejado atrapar tan fácilmente? ¿Cuáles son sus conocimientos reales sobre la enfermedad? Y lo más importante de todo ¿Qué pretende exactamente de nosotros y hacia dónde pretende dirigirnos? Y así un sin fin de preguntas más todas ellas lógicamente sin respuesta.
De esta época añadir simplemente que Cero aseguraba conservar una pequeña parte de todo el material escrito (sobre un quince por ciento parecían rondar sus cálculos más optimistas) aunque también es cierto que se resistía a revelar su paradero por cuestiones según él estrictamente sentimentales. Todo está en manos de un buen amigo decía. En las manos de un valioso amigo en el que confío y he confiado siempre plenamente, y el cual tan pronto como yo muera, se encargará de publicar una buena parte de esos escritos.
El tramo final de aquel pequeño diario Cero lo dedicaba a explicar en qué había invertido sus últimos años previos a Fisherman y la ya famosa heladería de Sant Maló donde lo habían encontrado. Es decir, dónde había estado, qué tipo de cosas había hecho, con qué clase de gente se había relacionado, y otras cosas de ese mismo estilo. Por ejemplo, en cuanto a qué tipo de cosas había escrito durante aquella última época, Cero afirmaba haber hecho de todo un poco. Había participado en la redacción de una segunda Biblia por la cual se moverían una serie de personajes contemporáneos y que si todo iba bien sería la encargada de superar y sustituir a la primera. Había sido redactor publicitario de una selecta firma de coches alemanes con sede en Hamburgo y a los cuales les enviaba sus ideas a través de Internet. O incluso había formado parte de un proyecto conjunto del cual formaban parte otros destacados intelectuales, y cuya finalidad principal era escribir reseñas sobre clásicos de la literatura griega y romana como si de hecho acabasen de ser escritos, y que sin duda, como no, debieron resultarle sumamente útiles para mantener despierto su intelecto del mismo modo que sucede con los adictos a los crucigramas. Es más, leo un breve fragmento que resume muy bien dicha etapa: «Llegó un momento en el que ya sólo pretendía divertirme y nada más, reírme del mundo y en especial de mi propia soberbia. Estaba cómo decirlo, cansado. Harto de saber tanto y al día siguiente poseer una inteligencia parecida a la que sin duda debe poseer un trozo de madera. Y posiblemente de ahí que sólo las cosas más fugaces y sencillas me causaran una tibia felicidad si es que se le puede llamar felicidad a semejante aburrimiento»
En cuanto a las compañías y lugares visitados en el transcurso de aquellos años Cero la verdad es que no lo tenía muy complicado para resultar coherente en sus explicaciones pues según explicaba él mismo, los últimos diez años de su vida los había pasado en el mismo lugar, es decir, en la pequeña ciudad costera, turística y fortificada de St. Maló, donde lo habían encontrado comiéndose un helado de fresa y chocolate en compañía del perro parlanchín. En cuanto al tema de las amistades, también aquí a Cero le resultaba muy sencillo redactar una lista detallada de personas conocidas siendo la razón principal, que todas ellas se reducían a un círculo de gente minúsculo y perfectamente delimitado. Por ejemplo, Cero mencionaba a una chica muy joven y psicóloga de profesión con la que se acostaba de vez en cuando y a la que le encantaba que le recitase poemas de Federico García Lorca mientras le hacía el amor. Como también mencionaba a una panadera algo mayor que la psicóloga, pero que del mismo modo que la psicóloga también le dejaba acostarse con ella de vez en cuando pero no porque le gustase que le recitasen poemas de Lorca, sino porque le fascinaba simular escenas de películas famosas pero eso sí, en versión erótica. Por último Cero mencionaba también al dueño de la heladería a la que solía ir a leer el periódico, y que en realidad era un fanático de las partidas de parchis, y del cual únicamente aceptaba sus invitaciones siempre y cuando no hubiese quedado ni con la psicóloga poeta ni con la panadera actriz.
Finalmente y como conclusión Cero se dejaba caer con una especie de epílogo melodramático al más puro estilo de las peores películas de Hollywood. Algo así como si dijera al mundo: yo soy el tipo más sabio que existe, y todo cuanto digo lo digo por vuestro bien, no por nada, sino porque sé más que vosotros y por tanto, debéis, no os queda otra, hacerme caso. Hacer todo cuanto yo os diga que para eso escribo unos libros fantásticos, soy famoso, y además poseo una proteína que en realidad es una maníaca, pero que si la miramos desde su lado bueno, desde su lado humanitario, es como una bola de cristal que todo me lo dice, que todo lo anticipa justo antes de que suceda. Fuese como fuese en esta última parte Cero recapacitaba sobre todo un poco, y si bien es cierto que su tono en muchos casos resultaba presuntuoso e incluso en cierto modo excesivo, también lo es que utilizando un tono humilde y casi desvalido, aseguraba sentirse bastante agradecido a pesar de cómo le había tratado la vida. De los cauces por los que había discurrido el torrente muchas veces congelado, otras simplemente derretido, de su propia existencia. «Personalmente la vida no me ha tratado del todo mal» parecía sincerarse Cero como si se fuese a morir de repente. «Y es que he hecho grandes cosas, en realidad, mucho más grandes de lo que pudiese haber soñado cuando era un simple escritor de pacotilla que se engañaba a diario pensando que no era malo del todo. Que quizá, con tiempo y tesón, con trabajo y dedicación, podría conseguir lo inconseguible. Algo medianamente aceptable. O no hablemos ya cuando era un niño y mis compañeros de clase me pedían que escribiera alguna frase ocurrente en sus cuadernos siempre limpios y pulidos. Como dando por hecho que ellos no eran capaces de hacerlo ¡Si ni si quiera lo intentaban! O lo que era peor, como si yo siempre tuviese que ser capaz de hacerlo. Yo señores, y les puedo asegurar que todo cuanto les digo es cierto, he escrito grandes libros, cientos de ellos, que algún día, permitirán al hombre llegar al lugar que se merece, al punto más elevado de la civilización humana. Aún más, yo he escrito libros que en un breve plazo de tiempo permitirán llegar al ser humano a donde no ha llegado nadie antes. Ni los mismísimos griegos fueron capaces de imaginar y ni menciono la palabra diseñar, una ingeniería social tan perfecta como la que yo sin duda he ideado, como la que algún día, espero que un futuro no muy lejano, consiga hacer reinar la paz y la sabiduría en el mundo tal y como la criatura que llevamos dentro exige. Ni guerras, ni hambre, ni nada. Yo hablo de una sociedad perfecta en la que ningún hombre podrá soñar siquiera con estar por encima del resto, porque sencillamente, semejante idea, sería totalmente imposible de llevarse a cabo aunque lo intentaran un millón de veces. Y es que mi experiencia me dice que la única solución pasa por no permitir al hombre hacer daño alguno, y es precisamente en eso en lo que he empleado todas mis fuerzas. En crear un sistema que impida que los hombres crueles se salgan con la suya tal y como han hecho desde tiempos inmemoriales, aprovechándose de la debilidad de las buenas gentes, de su ignorancia y su trabajo. En realidad tan sólo se trata de iluminarles el camino. De decirles que puertas deben ser abiertas y cuales deben permanecer por el contrario siempre muy bien cerradas».
A los pocos días de acabar aquel diario y también de que su contenido fuese hecho público a los miembros del consejo, Cero se las ingenió para montar una pequeña rueda de prensa, y una vez allí les dijo a todos que había llegado el momento de marcharse, que su estancia en aquel lugar ya no tenía el más mínimo sentido, y que por tanto lo mejor que podía hacer era desaparecer de nuevo porque en realidad comenzaba a sentirse un tanto fatigado. Según les explicó también Cero su siguiente destino era Sant Maló, así que si por cualquier motivo lo necesitaban, lo que fuese, que no dudasen en ponerse en contacto con él ya que ahora sí sabían donde encontrarlo. Fue justo antes de marcharse cuando Cero les aconsejó que trataran de encontrar sus libros perdidos porque quizá en ellos estaba la respuesta a todo el misterio. Busquen esos malditos libros les dijo y dejen de perder el tiempo con experimentos innecesarios. Y eso fue precisamente lo que hicieron. Buscar los malditos libros.
A partir de entonces se trató por todos los medios humanos posibles (otros no tan humanos) de reconstruir la vida de Cero paso a paso como si sólo en aquellos libros y no en una investigación científica organizada, estuviese la respuesta a todos los misterios. O dicho de otro modo, a partir de entonces tratamos (porque yo me incluyo en dicha búsqueda) de reconstruir aquel extraño rompecabezas con la intención de ver qué se podía sacar de todo aquello. La primera parada fue obviamente la vieja casa de la playa donde nos constaba que Cero había pasado casi tres largos años de su vida. Allí tal y como exige el procedimiento en tales casos lo registramos todo, pero ni rastro de los libros que aseguraba haber escrito. Bien es cierto que encontramos algunas notas presumiblemente relacionadas con la elaboración del Cubo de Rubbick así como con otras novelas también suyas, pero lo que se dice de los libros que nosotros andábamos buscando, nada de nada. Después de aquello preguntamos a algunos vecinos y viejos amigos del pueblo, ya sabéis como funciona esto, gente en general de la cual pensábamos que quizá sí podríamos extraer alguna pista mínimamente fiable que al menos nos permitiese seguir en la brecha. Pero lo cierto es que nadie supo decirnos cuál había sido su siguiente destino, ya que según ellos Cero era un tipo muy reservado entre otras cosas, y en raras ocasiones explicaba en qué andaba metido. Cuando les preguntamos a qué se referían exactamente cuando hablaban de esas otras cosas, o no supieron, o no quisieron decirnos nada. Tras este primer inconveniente decidimos volvernos a Nueva York con la intención de hablar con su familia por si de algún modo alguno de sus miembros podía sernos útil. De hecho y de forma individual se les hicieron infinidad de preguntas. Se pincharon algunos teléfonos. Se hicieron seguimientos intensivos e incluso se grabaron conversaciones privadas cuando estaba claro que aquello no iba a conducirnos a ningún sitio. Pero nada, ningún resultado. Fue precisamente entonces –quizá hayan escuchado algo al respecto- cuando se optó por simular su muerte con la intención de que alguien diese el definitivo paso adelante y publicase los dichosos libros. Pero nada, tampoco esa estratagema dio ningún resultado.
El siguiente paso fue su antiguo representante William La Rochelle. Según nuestros últimos informes el buen hombre seguía pasando largas temporadas en Londres, así que por suerte para nosotros tampoco tuvimos que dar demasiadas vueltas para localizarlo. Al llegar a su casa, éste nos recibió muy amablemente, mucho más de lo que cabía esperar sin duda, para después respondernos que si bien era cierto que en el transcurso de aquellos años había mantenido algún contacto que otro con Cero (normalmente por teléfono y separados entre sí por etapas nunca inferiores a los tres años) únicamente había sido para enviarle algo de dinero y poco más. Cuando le preguntamos adónde y cómo se había enviado ese dinero, así como de qué sumas estábamos hablando, La Rochelle nos respondió que el procedimiento siempre había sido el mismo, mediante la Western Union, y que en cuanto a las cantidades de dinero se refería, nunca habían sido superiores a las cinco mil libras. Por lo general, nos dijo finalmente, se trataba de sumas más bien escasas.
Después de hablar con La Rochelle nos fuimos de Londres y entonces sí, comenzamos a investigar los envíos de dinero efectuados entre uno y otro anciano durante todos aquellos años con la intención de conseguir, que menos, alguna dirección en la que Cero hubiese vivido algún tiempo, y por tanto, en la cual hubiese tenido el tiempo suficiente para escribir y guardar alguno de sus libros. La cosa no fue mal del todo: pasadas tan sólo veinticuatro horas desde que abandonamos la casa de La Rochelle ya disponíamos de una relación completa de ciudades y cantidades de dinero gracias a la eficiencia de la Western y sus infalibles archivos, así que esta vez sí convencidos de que ahora íbamos por el buen camino, empezamos a rastrear todas aquellas ciudades. Ahora bien, cuál fue nuestra sorpresa cuando después de visitar más de seis ciudades europeas, no conseguimos resultado alguno.
Sin embargo nuestra suerte cambió definitivamente estando nosotros en Roma. El motivo de dicho cambio fue que alguien nos llamó directamente desde Washington informándonos de que debíamos partir cuanto antes en dirección a Londres, pues había surgido algo realmente importante allí, y ese algo debía ser investigado de inmediato. Efectivamente, una vez estuvimos de nuevo en Londres nos informaron de que la persona a la que debíamos investigar no era el La Rochelle que nosotros conocíamos y esperábamos investigar pues este había muerto hacía solamente un par de semanas como consecuencia de un cáncer de pulmón fulminante, sino que se trataba de una de sus ocho nietas. Una joven de tan sólo veintidós años de edad y aspirante a cineasta, que al parecer y con motivo de la reciente muerte de su abuelo, llevaba varios días trabajando en el montaje de un documental en el que se trataban de poner sobre la mesa en primer lugar las posibles conexiones entre su ya difunto abuelo y el gran escritor Cero, y en segundo lugar, la singularidad y excentricidades de dicha pareja. En cuanto al documental en sí (aunque lo cierto es que cuando nosotros lo vimos únicamente se encontraba en un estado embrionario) la verdad es que en líneas generales era bastante malo, y aunque sí es cierto que había en él algunas cosas que estaban relativamente bien, lo cierto es que en términos generales parecía bastante improbable que algún día llegase a pasar del cinco. Fuese como fuese todo empezaba con una amplia exposición de cómo se habían conocido ambos abuelos en Nueva York varias décadas antes y de una forma según se daba a entender, totalmente fortuita, para luego y una vez superada esta primera fase, continuar relatando uno a uno y a golpe de acontecimientos según la visión de la muchacha memorables, la historia de ambos personajes a través de libros, entrevistas a conocidos, y recortes de periódico.
Pero si bien el documental apenas poseía valor artístico alguno, por el contrario la información que contenía sí era extremadamente valiosa. Y es que para nuestra sorpresa, no tuvimos ni que salir del comedor de aquella misma casa para llegar al lugar desde donde supuestamente y según la opinión de la chica, habían sido escritos todos los libros que nosotros andábamos buscando como verdaderos locos. También según la versión de la nieta de La Rochelle (de hecho ella misma afirmaba haberlo visto allí en infinidad de ocasiones cuando era una simple niña) Cero habría vivido durante casi cincuenta años gracias a una especie de extraño intercambio entre él y su abuelo (es más, depende de cómo quedaba incluso abierta la puerta a una posible relación homosexual), y no tal y como nos había dicho Cero en su diario, en el pueblo francés de St. Malo. Pero también y según la versión de esta misma joven sí bien era muy cierto que Cero había hecho algunos viajes (ella sólo estaba en disposición de corroborar uno a Francia, otro a España y otro a Grecia aunque todos ellos en compañía de su abuelo, que nunca sólo) por el contrario de ningún modo podía confirmar todos aquellos otros destinos a los que nos había empujado el listado de la Western Union, pues según sus informes, Cero sufría cierta enfermedad, y ésta le impedía ausentarse por mucho tiempo a no ser que recibiese puntuales cuidados médicos. Todas las piezas por tanto, comenzaban a encajar a la perfección.
Ahora bien, la chica y del mismo modo que nosotros, aseguraba haber buscado los libros por todas partes y no haberlos encontrado en ningún sitio. De modo que ¿dónde estaban los dichosos libros? ¿Y dónde estaba Cero en aquel momento? Y aún más ¿por qué nos había engañado? ¿Por qué nos ha hecho dar, deliberadamente, tantos palos de ciego?
En el piso de los La Rochelle y por si acaso a la chica se le había pasado algún detalle por alto, volvimos a registrarlo todo, pero allí, tal y como imaginábamos, no había nada a excepción de un montón de huellas de ambos abuelos, algunas prendas de ropa sin duda del propio Cero, y algunos objetos personales sin importancia. Entonces decidimos enviar a parte del equipo a buscar a Cero a Sant Maló para ver qué podía explicarnos él de todo aquello, pero cuál fue nuestra sorpresa cuando tampoco allí encontramos nada. Es más, ni el tipo de la heladería del que tanto había hablado lo conocía, como tampoco la única psicóloga que más o menos se ajustaba a la descripción facilitada por él mismo lo había visto en toda su vida, como tampoco la panadera de la cual tantos detalles nos había facilitado sabía nada de todo el asunto. Es decir que todo, absolutamente todo, era una vulgar patraña.
A la mañana siguiente ya estaban en la calle. Todos y cada uno de los ejemplares habían sido impresos en unos talleres clandestinos del extrarradio de Pekín a un precio de risa durante tres largas semanas de intenso trabajo (según parece por encargo de un cliente desconocido que habría pagado toda la operación por adelantado) y en las cuales a nadie se le ocurrió preguntar de qué iba todo aquello. Así que, sólo sería algunos días después y gracias a los inmensos tentáculos de una descomunal distribuidora norteamericana con base en Hong Kong, cuando fueron repartidos por los cinco continentes a una velocidad que ciertamente da mucho que pensar. Resumiendo, pasados tan sólo dos días desde su primera impresión ya habían cubierto casi toda la superficie del planeta exceptuando únicamente algunas zonas actualmente en conflicto. Además, todas las ediciones eran de bolsillo (había sido precisamente el cliente quien lo había ordenado así), y por tanto, asequibles para cualquier persona que estuviese interesado en comprarlas. Casi gratis si tomamos en consideración la importancia de toda la obra. Nueve tomos de doscientas páginas aproximadamente, y un último tomo mucho más reducido, de unas veinticinco páginas únicamente, y que es, no lo dudéis ni por un segundo, el verdadero motivo por el cual se os ha mandado llamar con la celeridad que ya habréis notado. Además, si nuestros cálculos no fallan se han vendido antes de poder ser retirados de la venta (cosa que hicimos esta misma mañana) más de ciento veinte mil ejemplares, los beneficios de los cuales, no os vayáis a pensar que no carece de cierta ironía todo el asunto, nos han sido remitidos por orden explícita del Sr. Cero junto a la más enérgica de las felicitaciones.
- ¿Perdone que le interrumpa Sr. Deberaux, pero por qué son en su conjunto tan peligrosos? ¿O por qué es tan importante y vital recuperar hasta el último de todos los ejemplares tal y como usted asegura? O más aún ¿Por qué nos ha contado todo esto, la vida de ese hombre, el largo proceso de su enfermedad, los aprendizajes y desaprendizajes a los que se veía sometido una vez tras otra, o todos y cada uno de los detalles de tan extraña personalidad? ¡Le recuerdo que llevamos aquí más de dos horas escuchándole cuando según usted, de hecho lo lleva insinuando desde el preciso momento en que entramos en esta sala, cada segundo transcurrido puede resultar vital en la búsqueda de esos libros!
- ¡Por su contenido Sr. D! ¡Por su incendiario y temible contenido! ¡En cuanto al factor tiempo no se preocupe usted por eso, pues ya tenemos a mucha gente, créame, mucha más de la estrictamente necesaria, trabajando contrarreloj a la caza de esos dichosos libros! ¡Es más, el hecho de que nosotros estemos aquí más o menos tiempo, no va a afectar lo más mínimo al curso final de esa búsqueda, es decir, que nuestra función no es hallar esos libros sino más bien tomar una serie de medidas que minimicen sus consecuencias de no obtener nuestros compañeros el éxito que todos esperamos!
- ¿Entonces, cuál es ese contenido Sr. Deberaux si es que se puede saber? ¿De qué habla el viejo Cero en esos libros, y qué podemos hacer nosotros para remediarlo y si es que en efecto podemos hacer algo?
- ¡Sr. D, señores y señoras, cada uno de esos diez tomos o evangelios como a Cero en ocasiones le gusta llamarlos son ya de por sí y de forma individual (ninguno necesita de otro para poder ser comprendido en su totalidad) una conclusión sobre algunos temas especialmente peliagudos de nuestra sociedad, y por añadidura, sumamente peligrosos de caer en manos, como decirlo, inadecuadas. Pero cuidado porque si bien es cierto que todos ellos de forma individual son realmente peligrosos, también lo es que es el último sin duda, el décimo, el más peligroso, pues en realidad se trata de una conclusión extraída a su vez de las anteriores conclusiones!
- ¿Qué quiere decir con eso Sr. Deberaux? ¡Explíquese por favor! ¿Está el mundo o sus habitantes en peligro? ¿Estamos en los momentos previos a una debacle mundial de incalculables consecuencias?
- ¡No Sr. D, es mucho peor que eso. En el tomo número uno Cero llega a la terrible conclusión de que el Amor en cualquiera de sus distintas tipologías, es incapaz de imponerse a los muchos sentimientos negativos que todos los hombres sin duda albergan en su interior. Pero no os vayáis a pensar que Cero dice esto así, de forma gratuita, sino que lo que hace es realizar un estudio exhaustivo, en el cual poco a poco y con una metodología que roza en muchos casos los de las matemáticas, ir desgajando todos los tipos de amor así como las distintas causas que los provocan, para finalmente llegar a las consecuencias que de ellos se derivan. ¿Conclusión? Todo amor y en cualquiera de sus variantes es un simple intercambio moléculo-comercial de procedimientos muy similares a los de la camorra siciliana, y consecuencia, susceptible de ser erradicado por completo. En el tomo número dos Cero escoge como tema principal para su locura la Amistad, y si bien es cierto que en este segundo caso las consecuencias derivadas de su estudio no parecen ser tan desoladoras como en el caso del amor, también lo es que a medida que pasa el tiempo y uno empieza a comprender realmente de qué está hablando cuando dice lo que dice, no se puede evitar sentir algo así como una especie de retortijones difícilmente soportables por un plazo superior a los dos minutos de duración. ¿El motivo en este caso? Según Cero la Amistad es únicamente una especie de anestésico con respecto al cual se acaba adquiriendo una asquerosa dependencia, y de ahí que como sentimiento ficticio que es, sea del mismo modo que ya sucediera antes con el Amor, susceptible de ser devuelto a su condición auténtica y real; el canibalismo. Pasamos al tomo número tres. En este caso y aplicando exactamente el mismo modus operandi de tipos y subtipos, causas y subcausas, conclusiones y subconclusiones, y así sucesivamente hasta volverse majareta, Cero retoma el tema de la Amistad, pero con la diferencia de que en esta ocasión lo enlaza con su nuevo objetivo, la Felicidad, para establecer a partir de ese momento una serie de relaciones causa-efecto-causa-efecto-causa-conclusión, que únicamente encuentra salida en el momento en que la Felicidad es concebida como una especie de claudicación, de estado de somnolencia el cual a la postre no haría otra cosa que obstaculizar el acceso a una forma de Felicidad mucho más amplia y desde luego mucho más completa: la Felicidad que supone el hecho de ni siquiera plantearse si es se feliz. En el tomo número cuatro el blanco de sus dardos es el Poder, esto es, el motivo por el cual la mitad de los hombres dieron su vida y la otra mitad lamentablemente la perdió. El poder, sí, ese mismo poder que les dio de comer a una panda de retrasados mentales durante siglos y siglos del mismo modo que un prado inofensivo da de comer a un montón de vacas con la cabeza llena de serrín. Pero cuidado porque en este caso Cero no sólo extrae sus conclusiones a partir de una serie de datos estadísticos tal y como hace con todos sus otros asuntos, sino que en este caso dichos datos van acompañados de una relación anatómica perfecta entre el poder ejercido por algunos de los personajes más destacados de la historia de los hombres, y algunas características físicas propias de esos mismos hombres. Y es que según Cero, existiria una relación inversamente proporcional entre el grado de poder deseado y algunas carencias tanto físicas como emocionales verdaderamente importantes. El quinto tomo está dedicado de forma integra al Conocimiento así como a las locuras que muchos hombres han llegado a realizar en su nombre. Es más, para Cero el ansia de Conocimiento no sería una característica esencial de la inteligencia humana tal y como se suele creer, sino que más bien ésta tendría su origen en la necesidad de expiación de algunos errores anteriores e imposibles de corregir por otra vía, hecho que a su vez sería extrapolable a toda la raza humana. Resumiendo: el progreso humano no sería para Cero más que la prueba más evidente de lo turbia y lo sucia que está el alma humana. En el tomo siguiente -estamos en el seis- el objetivo de Cero es la ansiada Libertad, tema éste que ya habría tratado en algunas de sus anteriores obras, y al que vuelve como el asesino que vuelve a la escena del crimen para rematar a su víctima. Es decir, con la intención de demostrar que la Libertad es un invento humano comparable a la invención de la electricidad, del automóvil, o incluso de las tostadoras de última generación (una fase primitiva de la era tecnológica por así decirlo) sólo que mucho más antiguo, barato y silencioso, aunque por otro lado y es ahí donde al parecer radicaría su excepcionalidad y continua vigencia, en que es como una especie de divinidad al alcance incluso del más estúpido de los hombres, pues que más da si a fin de cuentas la libertad es sólo un grado más de esclavitud. Pasamos al siguiente tema, La Inmortalidad. Tema éste para el que Cero reserva algunas de sus críticas más severas, y es que adiferencia de los otros temas tratados, parece desprenderse de esta cuestión ciertas implicaciones personales. Es en este contexto precisamente, donde Cero nos dice que por supuesto la inmortalidad como tal es una pura ficción, pero ya no sólo en un sentido de vida eterna tal y como plantean algunas religiones, sino también en el sentido de que sea capaz de dejar un legado que sobreviva a la propia muerte de aquellos que la merecieron, ya que una cosa es uno mismo, sus brazos, sus piernas, las cuencas de sus ojos, etc., y otra muy distinta las cosas que en la medida de sus posibilidades pueda realizar en el transcurso de su vida. Dicho con otras palabras: que no por dejar un legado más o menos importante, más o menos bonito, más o menos hermoso, más o menos emocionante, más o menos influyente, vamos a sobrevivir a nuestra propia muerte tal y como creen algunos de los más destacados entre los hombres. Llegamos al penúltimo evangelio, el de la Salud. En él Cero viene de algun modo a decir que aspirar a conseguir una Salud duradera es poco menos que una quimera, siendo la razón principal que le permitiría mantener dicha tesis la excepcionalidad que la propia salud supone en el contante y sonante del tiempo vivido por las personas. Es decir, según Cero sólo una parte minúscula del total del tiempo vivido sería ciertamente saludable, con lo cual de ser efectivamente cierta dicha hipótesis, tampoco tendría demasiado sentido hablar de Salud cuando en realidad de lo que estamos hablando es de una enfermedad más o menos grave en función del lugar y del momento en que se analice. Y así, como el que no quiere la cosa, llegamos al décimo tomo, sin duda el peor. En este último tomo Cero en un principio se muestra un tanto condescendiente con el género humano (nombra aquí algunos de sus mayores logros) para finalmente llegar a decir cosas tales como que no le queda otra que hacer lo que hace, y de ahí que se vea obligado a obsequiarnos son sus palabras exactas “con la solución a nuestro sufrimiento”, pero también, con la solución que aliviará al planeta de una forma definitiva de un problema convertido ya en crónico. Nos encontramos ante el grado más alto de ecologismo nos dice. El resultado de una operación exacta, inevitable y necesaria. Este último libro del que os hablo se llama “Como aniquilar la especie humana y tú salir indemne”, y créanme, además de ser todo un portento de física nuclear, va a ser un libro del año! ¡Quizá el último gran libro de éxito que se haya escrito nunca! ¡Señores, señoras! ¿A alguien se le ocurre algo por favor?
"... No no sé po por donde empezar así que lo mejor será que que empiece po por el principio mi mi nombre a que me me dedico cuantos años tengo y to todo eso y después una vez ya ya sepáis todos quien quien soy entonces sí entonces os po podré explicar lo que me pasa y quizá entre to to todos todos los que me podáis escuchar no sé qui qui quien sabe qui quizá me me podáis sacar de este lío llamar a alguien que entienda de verdad so so sobre el te tema y así de de de una maldita vez alguien me me diga que es lo que me me está pa pasando po po porque como siga por este camino co co como todo esto no se a a acabe pronto yo yo yo ya no sé que voy a hacer ni ni adonde ir ni nada de nada. Bi bi bien. Mi mi nombre es Cero y y estoy mu muy enfermo. Mu mu mucho. Po po por favor, a a ayúdenme..."
miércoles, 1 de septiembre de 2010
El humanista
"... No no sé po por donde empezar así que lo mejor será que que empiece po por el principio mi mi nombre a que me me dedico cuantos años tengo y to todo eso y después una vez ya ya sepáis todos quien quien soy entonces sí os po podré explicar lo que me pasa y quizá entre to to todos todos los que me podáis escuchar no sé qui qui quién sabe qui quizá me me podáis sacar de este lío llamar a alguien que entienda de verdad so so sobre el te tema y así de de de una maldita vez alguien me me diga que es lo que me me está pa pasando po po porque como siga por este camino co co como todo esto no se a a acabe pronto yo yo yo ya no sé que voy a hacer ni ni adónde ir ni nada de nada. Bi bi bien. Mi mi nombre es Ce Cero y y estoy mu muy enfermo. Mu mu mucho. Po po por favor a a a ayúdenme..."
El 16 de enero de 1956, un tipo que se hacía llamar asimismo Cero -no mencionó en ningún momento su apellido- llamó por teléfono a una emisora local del condado de Dingle, Irlanda, dejando el mensaje que acabamos de escuchar. Dos días después, el 18 de enero de ese mismo año y casi a la misma hora -exactamente a las veintidós treinta y cinco minutos hora local- volvió a llamar pero en esta ocasión dejando este otro mensaje. Presten mucha atención por favor:
"... ho ho hola es estoy Cero o otra vez y lla llamará pa pa para ver si si po por fa favor pu pu pu pueda a a ayudarme e e esta vez me meen encuentra mu mucho peor y no se cua cuan cuanto tiempo po podré pude a a guantar e estoy e en una ca casa cerca de del mar y desde a aquí veo u un ca castillos enor enorme po po por favor ve venga na ayudarme no no re recordaré co cómo se se hago pa para ca caminante y y ca cada vez me me cu cue cuesta más hablar po po por fa favor que que al alguno vendrá a a ayudarme..."
- Bien, ¿Qué es lo que les sugiere esta historia caballeros? ¿... Stephen?
- ¿Un secuestro?
- No, ¿Margaret?
- ¿Algún tipo de trastorno mental, amnesia?
- Algo parecido pero no. No es eso exactamente. Buen intento de todas formas ¿David?
- ¡Bueno a ver, quizá me equivoque con lo que voy a decir pero creo que en una ocasión escuché hablar a mi padre sobre esa curiosa historia, y si no es así, pues lo cierto es que se le parece muchísimo!
- ¡No se preocupe ahora por su credibilidad profesional David, y por favor, continúe, le escuchamos con atención!
- ¡Bien, la cuestión es que hace ya muchos años de esto, y repito, si no lo recuerdo mal porque yo no era más que un mocoso por aquel entonces y además estaba viendo la televisión en el momento en que mis padres conversaban sobre el tema un poco más allá, retirados, en la cocina. Pues bien, el tal Cero, ése tipo, el de la cinta y si es que realmente es quien yo creo que es, un día, así, de repente y sin que nunca se llegara a saber bien cuál fue el motivo de todo aquello, pues a lo que iba, que el buen hombre empezó a “desaprender” todo cuanto había aprendido a lo largo de su vida. Sí, sí, tal y como lo digo, a desaprender. Por ejemplo, según le decía mi padre a mi madre en voz baja para que yo no lo escuchara, primero, ese hombre, Cero, comenzó por desaprender cosas tan básicas como conducir, pintar, caminar, comer, hablar, etc, etc, y así sucesivamente hasta que pocos días después acabó convertido en poco menos que un bebé de unos meses de vida. Sí, ahora lo recuerdo perfectamente. Ese tipo era un pintor norteamericano. De Nueva York si no me equivoco ¿No es cierto Sr. Deberaux?
- ¡Muy bien David, me sorprende su memoria. Sólo que el tal Cero no era pintor sino escritor. Un escritor por cierto de gran popularidad. Bien. De todas formas la historia no acaba ahí ni mucho menos!
Esa misma noche y poco después de recibir esta segunda llamada que acabamos de escuchar, la emisora de radio por medio del Sr. West (director adjunto de la emisora) decidió informar de inmediato a las autoridades convencido de que todo aquello no podía tratarse de una simple chiquillada. En su opinión, tenía que haber por fuerza algo más. La policía que dicho sea de paso no tuvo excesivos problemas para localizar el lugar desde donde habían sido efectuadas las llamadas (Cero no es precisamente un nombre muy habitual) se personó en la casa del presunto enfermo tan sólo unos minutos después de recibir el aviso del Sr. West. Exactamente, veinticinco minutos después. De modo que fue ya al llegar allí y echar la puerta abajo (pues según se sabría gracias al posterior informe judicial esta permaneció totalmente cerrada y nadie salió a abrirles tras varios intentos frustrados de entrar por las buenas) cuando se habrían encontrado con que el tal Cero, ese tipo, el escritor, estaba justo al lado del teléfono tumbado en el suelo en posición fetal, y algo aún mucho peor, en un estado ciertamente lamentable.
Según el primer informe médico el tal Cero padecía algún tipo de trastorno mental derivado casi con toda probabilidad de alguna enfermedad degenerativa y congénita. Algo parecido a la demencia senil, aunque con algunas variantes desde luego. Por ejemplo, el Sr. Cero tan sólo contaba con cuarenta y cinco años cuando todo esto sucedió, y aparentemente, repito, sólo aparentemente, el buen hombre se encontraba en plenas facultades tanto físicas como mentales. Es más, la última vez que se le había visto por el pueblo ocho días antes mientras realizaba sus habituales compras semanales, iba montado sobre su famosa bicicleta azul, mientras que su aspecto parecía según la panadera, la bibliotecaria, algunos de los empleados del supermercado, un guardia de tráfico, y algunas otras personas que lo vieron aquel mismo día en diferentes lugares del pueblo, el de siempre. Aún más, todos ellos y sin excepción, coincidieron en este punto sin discrepar en el más mínimo detalle. De modo que, y esto es un aviso para aquellos que se hayan formado ya una idea un tanto imprecisa en cuanto a lo que a su físico se refiere, ya sabéis a que me refiero, escritor, tipo debilucho que odia el deporte y demás; pues bien, lejos de tales estereotipos el tal Cero se había cuidado siempre bastante bien, y de ahí seguramente que se mantuviese en una estupenda forma física. Mucho mejor que la mayoría de vosotros sin duda. Así que, como decía, nada hacía presagiar que algo tan extraño y horrible le podía pasar en el transcurso de tan pocas horas, y sin embargo, ya veis, pasó.
Tras hacerse pública la noticia de la misteriosa enfermedad que sufría Cero, comenzaron a llegar al pueblo sin duda atraídos por la fama del escritor, pero también, por lo extraño y pintoresco del suceso en sí, algunos periodistas de ámbito local, otros de ámbito nacional, un par de ellos de ámbito internacional, pero más que nada por la importancia y repercusiones que tendría tal hecho para el desarrollo de esta historia, su mujer, su hija pequeña, y también su representante y amigo personal el Sr. William La Rochelle. Un tipo bastante excéntrico como después se vería con el transcurso de los días.
Pasados unos días más Cero empezó sin embargo a dar ya inequívocas muestras de cambio. Por ejemplo, tan sólo se había cumplido el cuarto día tras su ingreso en el hospital cuando Cero ya comenzó a comer, o para ser más precisos, a beber, porque dicho sea de paso, Cero por aquel entonces no admitía ningún tipo de alimento que fuese más sólido que el agua, la leche, o esos potitos que suelen tomar los niños cuando todavía son pequeños y por tanto son incapaces de masticar. También mencionar que sería en el transcurso de estos primeros días de tratamiento cuando Cero empezó ya a balbucear algunas palabras por lo general ininteligibles, e incluso, cosa que bien mirado es muy lógica si de verdad nos esforzamos por aceptar su hipotética edad, a sonreír con una ternura difícilmente soportable incluso para los más duros y curtidos del lugar. En resumen, que tal y como muy bien indicó nuestro compañero David hace sólo un momento, el tal Cero se comportaba ni más ni menos que como un bebé de poco más de dos meses de edad.
Pero la cosa no quedó ni mucho menos ahí, y es que transcurridas algunas semanas más desde su ingreso en el hospital los progresos de Cero fueron tan alucinantes, que ni el mismo Doctor Deckland (especialista en patologías mentales traído exclusivamente de Dublín por la familia Cero para la ocasión) daba crédito a los hechos que estaba presenciando. No obstante se trataba como él mismo reconoció reiteradas veces ante algunos colegas y amigos, de algo sin duda nuevo. De una patología hasta ahora desconocida, y por añadidura y hasta que no se dispusiese de más información, tan incurable y misteriosa como el mismísimo odio o el amor.
Pero Cero e independientemente de todas estas especulaciones que sobre las causas de su enfermedad se barajaban, seguía a lo suyo, es decir, que ya había ascendido otro peldañito más en las escaleras que conducían a su recuperación total, y por tanto comenzaba ya a articular algunas frases más bien cortas, aunque eso sí, todas ellas inquietantemente construidas. Es más, el estado de Cero ya durante aquellas primeras semanas había evolucionado de tal modo, que ya intentaba incluso ponerse de pie, dar sustos sin previo aviso, o llorar con mucha menos frecuencia de lo que lo había hecho hasta ese momento, cosa que dicho sea de paso, no había parado de hacer desde su ingreso en el hospital. Otro factor igualmente importante que contribuiría a su milagrosa recuperación, fue que el Sr. Cero había recuperado casi veinte de los treinta kilos perdidos en la vieja casa de la costa, así que ahora su aspecto era mucho más saludable y enérgico. Mucho más acorde con un tipo de su edad y complexión física. En fin, que la criatura tal y como se comentaba por todos los rincones ya no sólo del hospital sino también de todo el pueblo, se estaba haciendo grande y fuerte como un roble.
Todo continuó sin apenas variaciones hasta que Sheryll Whitman, una preciosa enfermera negra de piel lacada que por aquel entonces cubría el turno de ocho a seis, se presentó en la habitación del escritor “niño-loco” tal y como lo llevaba haciendo desde hacía ya varias semanas. Pues bien, fue al entrar en la habitación del enfermo y dejar la bandeja que llevaba sobre la mesa, cuando ésta se habría encontrado con que su paciente, Cero, perfectamente vestido y aseado como si fuese domingo por la mañana, estaba tranquilamente sentado junto a la ventana observando vayan ustedes a saber qué, mientras que a su lado, arrugados y por todas partes, descansaban un montón de papeles llenos de garabatos que al parecer él mismo acababa de escribir como si la vida le fuese en ello. Sería unos minutos después, y eso sí, muy cortésmente siempre según la versión de la misma Whitman (no lo olvidemos) cuando Cero al parecer le habría dicho a ésta en un tono de lo más educado y cortés: «¡Muchas gracias Srta. Whitman pero esta noche no tengo mucha hambre!» A lo que después habría añadido más cortes y educadamente si cabe: «¡Por favor, vuélvase a llevar la cena y en su lugar tráigame un café bien cargado si no le es demasiada molestia! ¡Tengo mucho trabajo atrasado que resolver!»
Esa misma noche y a la pregunta formulada por el doctor Deckland al Sr. Cero de qué era exactamente lo que recordaba de las distintas fases de la enfermedad, éste le había respondido lo que a continuación vamos a escuchar. Así que, ahora sí por favor y os lo ruego con toda insistencia, presten mucha atención pues esta grabación y a diferencia de las otras dos es algo defectuosa y por consiguiente no se entiende del todo bien. Silencio por favor:
Adelante Tom…:
«Todo empezó el día en que volvía de hacer mis compras en el pueblo un martes a eso de las tres del mediodía si no me equivoco. Recuerdo que ese día en concreto la temperatura era más propia de países mediterráneos que no de esta otra zona de Europa en la que apariciones solares como la de aquel día se consideran casi un milagro, así que, y esto sí lo recuerdo con increíble exactitud, todo el mundo e incluyendo al Sr. González, no sé si lo conocerá ya, ese español cascarrabias que está completamente loco y que siempre anda por ahí hablando solo, o cantando mientras habla y canta a la vez, pues bien, me contó unos de esos chistes que hacen referencia al carácter supuestamente típico de la gente de cada país con un buen humor encomiable, admirable y muy agradecible especialmente si tenemos en cuenta la persona de la que hablamos. Fue muy divertido. Me dijo con esa voz tan ronca y peculiar que tiene: esto es un español, un inglés y un francés que se encuentran en el cielo, y Dios al verlos, meditativo y algo confuso ante tan desolador panorama, les pregunta a cada uno de ellos que cuáles creían ellos que eran los motivos por los cuales estaban allí y no en el infierno… ya sabe a donde quiero llegar doctor. Es decir, que todo el mundo estaba de un humor formidable y contagioso. Fantástico. Impropio de estas gentes y de esta tierra como usted muy bien habrá podido comprobar. Pero a lo que iba. Que montado yo en mi bicicleta tan ricamente y con una mochila a la espalda llena de latas de conserva y otras cosas por el estilo, las típicas cosas que suelo comprar cuando bajo al pueblo de compras; legumbres, fruta, leche, café, etc, etc, y también como siempre me pasa cuando voy por ahí solo, porque debería usted saber que es una constante en mi carácter ir pensando en una solución para los múltiples atolladeros en los que suelo meterme con los libros que escribo, pues eso, que todo parecía estar perfectamente controlado hasta que unos minutos después, así, sin más, y sin ningún obstáculo aparente que me impidiese continuar tranquilamente mi paseo de vuelta a casa, pues me pegué un trompazo de mil demonios. Pero no un trompazo normal y corriente de los que todo el mundo se pega de vez en cuando y después se ríe, o llora, o hace ambas cosas a la vez porque en realidad no sabe qué es lo que se supone qué debe hacerse en una situación así. No, no. Yo le hablo de un accidente de tráfico en toda regla. Aunque en bicicleta como le digo ¡Je, je! Bien. Lo cierto es que yo en un principio y todavía haciendo una primera estimación de la gravedad de mis heridas pensé, no sé, lo típico, una piedra que no había visto, o quizá los mismos pantalones que sin que yo me hubiese dado cuenta se me habían enredado en algún sitio; en la cadena, o vaya usted a saber, entre los malditos radios de las ruedas, a veces pasa. Pero no ¿y por qué estoy tan seguro me preguntará usted? Pues porque tan pronto como me volví a montar en la bicicleta volvió a sucederme exactamente lo mismo sólo que esta vez no iba tan rápido, y además, en cierto modo ya me lo esperaba. Era alucinante doctor Deckland. No sé si comprende lo que quiero decirle, pero la cuestión es que parecía haber olvidado por completo cómo se tenía que hacer para montar en bicicleta. Es más, cada vez que lo intentaba, y lo intenté varias veces se lo puedo asegurar, perdía el equilibrio y caía de nuevo. Finalmente y supongo que ya cansado de hacer el ridículo tantas veces fue cuando me decanté por volver a casa a pie. Así de simple. Me incorporé, cogí todos mis bártulos en una mano y la bicicleta en la otra, y una vez ya más tranquilo tras haberme asegurado que nadie me observaba, comencé a caminar en dirección a casa con la esperanza de que todo volviese a la normalidad.
Tarde más de una hora bien larga en volver.
Sin embargo aquella misma tarde la cosa empezó a complicarse de veras. Me explico. Cosas tan básicas como encender el ordenador o acordarme de la contraseña para acceder a mis archivos personales, me resultaban complicadísimas. O no hablemos ya de intentar escribir una frase de más de tres palabras con un mínimo de sentido. Es más, recuerdo que mi inglés, y fue a partir de que esto sucediese cuando de verdad comencé a preocuparme, me recordó y aunque en aquel momento yo no lo asocié en ningún caso con lo sucedido anteriormente con la bicicleta, al de ese chico polaco que trabaja en Mc Donalds y que parece que haya aprendido el idioma leyéndose un libro al revés. Doctor Deckland, me refiero a que mezclaba tiempos verbales, plurales con singulares y otros errores de ese estilo. Aun más, en realidad y no le exagero, escribía no mucho mejor que uno de esos muchachos que vienen todos los veranos desde Francia o Italia para aprender el idioma ¿se lo puede creer? Maldita sea. Yo vivo de escribir. Se supone que es mi oficio y que por tanto y que me cuelguen de un pino bien alto sino es así, lo hago aunque sin excesivo talento, perfectamente bien. Pero la cosa no acaba ahí porque todo cuanto intentaba hacer (y ahora no me refiero únicamente a escribir sino también a las tareas cotidianas que uno pueda realizar) me resultaban en el mejor de los casos de la dificultad de correr una maratón de quinientos kilómetros. Así que como usted comprenderá, y con la intención más que nada de tranquilizarme un poco pues soy perfectamente consciente de que los nervios pueden llegar a jugar muy malas pasadas, usted lo sabrá a la perfección, pues bien, en un principio achaqué todo aquello al cansancio que acumulaba debido a la cantidad de horas que le estaba dedicando a mi trabajo últimamente, o como mucho y en el peor de los casos quise pensar yo, a una de esas famosas crisis creativas que de tanto en tanto se ceban con los escritores y artistas en general sumiéndolos en estados ciertamente miserables. Cosa que por otro lado, a mí personalmente (y se lo digo por si de alguna forma puede serle útil en la elaboración de un mapa de esta extraña enfermedad mía) nunca me había pasado antes.
Me fui a dormir.
Lo que soñé fue algo ciertamente extraño. Algo digamos, espasmódico y sombrío. Pero no le digo esto porque el sueño en sí fuese desagradable o doloroso, o porque lo que en él sucedía me lo hiciera pasar mal desde un principio tal y como suele ocurrir con las pesadillas llamémoslas convencionales, sino que si no me gustaba, si no estuve en disposición de disfrutarlo a pesar de que nada me indicaba que por el contrario sí debía sufrirlo, fue más bien por la tensión que en él se percibía, por el estado de miedo constante y encubierto al que me veía sometido mientras lo soñaba. Doctor, lo que hacía que no estuviese a gusto en el sueño, a ver si consigo explicarme, era que esa llamémosla amenaza, esa amenaza que desde luego existía y que me mantenía casi a la fuerza en algún punto equidistante entre el estar dormido y el estar despierto, pues era como le digo, aunque silenciosa e invisible, segura y real como el sueño mismo. Una sensación parecida a como cuando te sientes observado. Vigilado por alguien que de ningún modo puedes ver.
En el mencionado sueño yo estaba leyendo algo tumbado en algún sitio que ahora mismo no recuerdo, quizá fuese en un sofá o quizá fuese el suelo mismo, no lo sé, pero en cualquier caso da igual, y lo que leía, aquello que me mantenía absorto y fascinado como le digo, era algo escrito por mí. Con esto no pretendo decir en modo alguno que previamente me hubiese visto a mí mismo escribiendo aquello que después estaba leyendo, no, no era eso, sino que simplemente lo sabía, ya sabe, de la misma forma que sólo uno sabe como huelen sus excrementos o cómo huelen sus pedos. Es decir, que no hace falta ver como has hecho tus necesidades o te has pedido para saberlo. Lo sabes y ya está, es así de simple. Es más, Doctor yo distinguía las comas, distinguía los puntos, y lo que leía, lo que había entre esas comas y esos puntos que yo al parecer veía a la perfección y en los cuales por alguna extraña razón me fijaba mucho más de lo necesario, pues bien, le puedo asegurar que me gustaba mucho más de lo que me ha gustado nunca nada que yo haya escrito, y no sólo en su forma, fluida y directa, sino también en su contenido, sutil pero muy profundo e inteligente. Sinceramente doctor, aquello era algo realmente bueno, y yo, como usted se podrá imaginar pues la humildad nunca fue una de mis virtudes, me sentía orgulloso, feliz y satisfecho de ver de lo que era capaz de hacer por fin. En realidad era como si de alguna manera hubiese dado con la gallina de los huevos de oro. Como si por fin hubiese encontrado esa misma voz que tantos escritores o artistas de otros ámbitos han buscado en la mayoría de los casos sin éxito alguno, pues como todos sabemos, mostrarse tal cual uno es, sin edulcorantes de ningún tipo, es de entre todas las tareas que un hombre puede aspirar a realizar en este mundo, quizá la más inalcanzable de todas ellas precisamente por ir contra natura, por desafiar todos y cada uno de los elementos con los cuales ese mismo cuerpo y esa misma alma fueron concienzudamente diseñados. Ahora bien, yo aún así tenía miedo, un miedo atroz a que alguien, la verdad no sé a quien pues en ningún momento se dejó ver (y creo que era precisamente ahí donde radicaba la amenaza, en su invisibilidad, en su inmaterialidad) llegase en ese momento y me sorprendiese leyéndolo. Y es que a todos los efectos, era como si lo que estaba haciendo fuese algo malo o estuviese castigado con la mismísima muerte, o lo que a mí me pareció lo mismo en aquel momento, con despertarme y sacarme de aquel sueño impidiéndome con ello memorizar aquel texto para poder así reescribirlo en cuanto volviese “al mundo de los despiertos”. Yo Doctor Deckland, porque negarlo, siempre soñé con ser uno de los grandes, con escribir novelas al estilo de los grandes escritores europeos del XIX y del XX, Dostoievski o Kafka o Proust por poner sólo los típicos ejemplos, y una vez ya muerto y enterrado, pues entonces sí ser leído hasta la saciedad por críticos del mundo entero que venerarían o lapidarían mi obra durante cientos de años preguntándose cómo demonios lo había conseguido, cómo diablos había sido el mediocre Cero, un tipo con un nombre tan estúpido, tan asquerosamente bueno e inteligente. Tan sumamente perspicaz. Pero para mi desgracia Doctor, al despertar únicamente me quedaba un recuerdo agrio y vacío. Algo así como cuando después de comerte un montón de pipas deliciosas y a cual más rica, la última de todo el montón es la que te deja un gusto de mil demonios. Además, por si no fuera ya bastante calamidad la perdida de aquel sueño en sí, yo también parecía haber amanecido en un mundo muy diferente, casi en un mundo opuesto, y tal hecho no podía hacer otra cosa que provocar en mi estado de ánimo un caos y desasosiego para el cual posiblemente iba a necesitar varias horas si de verdad pretendía volver a poner cada cosa en su sitio. Sin ir más lejos y por ponerle un ejemplo de esta nueva situación en la que me encontraba, quizás mencionar que los cuadros, todos aquellos cuadros que colgaban de las paredes de mi casa y a los que yo tantos elogios les había dedicado en conversaciones y cenas hasta altas horas de la madrugada, todos aquellos lienzos obra de un íntimo amigo mío a los que tantas veces había defendido a capa y espada a pesar de enfrentarme con gente muy entendida en pintura, y que me repetían una y otra vez que no valían nada, que eran tan malos o tan buenos como otros cuadros cualquiera, pues bien, ahora en cambio y al observarlos me parecían vulgares juegos de niños de un pintor en el mejor de los casos concienzudo. Quiero decir, que ahora era como si los estuviese mirando todo con otros ojos. Con otra mente. Desde otro mundo. Incluso desde otra mente situada en otro mundo. Asimismo recuerdo también a la perfección como después me sorprendí arrancándolos y haciéndolos pedazos en ningún caso mayores de cinco centímetros. Debió ser luego y ya más tranquilo cuando los apilé en un lugar seguro y les prendí fuego.
Debió ser justo después de aquello cuando abrí uno de mis propios libros y comencé a hojear algunas de las páginas con la intención de comprobar que opinión me merecía mi propia obra, y si del mismo modo que había sucedido con los cuadros de mi amigo, mi opinión también había cambiado. Pero no debí haber hecho aquello doctor Deckland, y ahora más que nunca lo sé. En cualquier caso leí una, dos, tres, cuatro páginas, pero ya no pude más pues al llegar a la quinta y si es que efectivamente llegué, tuve que detenerme por no poder soportarlo más. Sí Doctor, en efecto, aquello era algo realmente insoportable.
Pero Doctor Deckland debo advertirle que dicha situación solamente duró un instante. Esta claridad u opacidad mental según se mire. Pues tan pronto acabé de leer aquellas primeras páginas del último trabajo del cual sin duda alguna yo hasta ese momento me había sentido especialmente orgulloso por considerarlo de entre todos mis proyectos seguramente el mejor, el más completo y elaborado de todos ellos, pues fue precisamente entonces cuando fui cayendo de nuevo en una especie de letargo placentero. En un atrofiamiento general causado por alguna droga o sustancia de la cual ni supe reconocer su origen, ni mucho menos identificar sus efectos. De los siguientes días que puedo decirle, fueron una pesadilla en el mejor de los casos.
Así que, debió ser en el transcurso de alguno de aquellos días cuando aprovechando que en la radio emitían uno de esos programas en los que la gente hace consultas de todo tipo, decidí llamar y pedir auxilio.
A mi primera llamada respondió una señorita muy agradable con un claro acento británico que me preguntó un par de cosas sin importancia, ya sabe como funcionan esas emisoras, mi nombre o algo parecido, para acto seguido y casi sin que me diese tiempo a preparar mi llamada de auxilio, pasar a antena de inmediato. De eso también estoy totalmente convencido porque fue justo tras escuchar un leve pitido parecido al que producen las líneas telefónicas al entrar en contacto, cuando comencé a escuchar mi propia voz, débil, insegura, a través del aparato. Pero sin embargo y como usted muy bien debe ya saber, en esta primera ocasión no obtuve respuesta alguna. Es decir, que nadie vino en mi ayuda tal y como yo creo que muy educadamente había exigido. La segunda vez en cambio todo fue diferente. De hecho creo que esta llamada se produjo tan solo unos minutos después de la anterior si no me falla la memoria, y la cuestión es que esta vez sí intenté concentrarme de tal modo que fuese capaz de mostrarme más o menos locuaz en mis explicaciones. En cualquier caso lo que sí está claro es que fuese lo que fuese aquello que dije pareció funcionar, pues al cabo de unos pocos minutos escuché como alguien golpeaba la puerta con mucha insistencia, al mismo tiempo que una serie de voces y gruñidos de perro se escuchaban por todas partes. De ahí en adelante que puedo decir Doctor, creo que sabe usted mucho más que yo».
Punto número uno caballeros. Tenemos la historia de un tipo, de un escritor de novelas de éxito, que así sin más y de un día para otro, desaprende todo cuanto había aprendido a lo largo de su vida para acabar convertido en el transcurso de unos pocos días, en un mocoso de apenas unos meses de vida. Punto número dos. También sabemos que pasados unos días más este mismo tipo del que hablamos se recupera milagrosamente y todo vuelve a la normalidad, o por lo menos y según nos consta según algunos de los informes a los que hemos podido tener acceso, a una normalidad cuanto menos relativa. Y punto número tres: pero la cuestión fundamental es caballeros, que el Sr. Cero ya no volvió a ser nunca la misma persona dócil y encantadora de antes pues algo se había roto en su interior, y ese algo, fuese lo que fuese, se había roto para siempre.
La mejor prueba de que efectivamente la enfermedad había dejado en la personalidad de Cero un rastro que sólo el paso del tiempo, quizás, permitiría borrar, fue el hecho de observar como a pesar de los inconvenientes que ésta trajo consigo (nos referimos obviamente a su posterior separación, a la consiguiente pérdida de sus propiedades a excepción de la casa de la playa, o incluso al hecho de verse en la obligación de buscarse un empleo en un restaurante pues de lo contrario todo su proyecto se habría venido abajo) Cero continuó adelante como si nada hubiese pasado. Es más, todos los acontecimientos aparentemente desfavorables a los que tuvo que hacer frente durante aquellos difíciles meses de recuperación, lejos de amedrentarlo aun siendo tal y como hemos observado motivos más que suficientes de suicidio para cualquier persona que estuviese en su sano juicio, produjeron en él casi el efecto contrario. Es decir, que Cero más perseverante quizá de lo que lo había sido nunca, puso si cabe más empeño en todo cuanto hacía de lo que había puesto nunca en nada, y tanto fue así, que contra más absurdo les resultaba a muchos de sus amigos y conocidos todo cuanto hacía, más motivado y sonriente parecía en cambio vérsele a él. Es más, de algún modo era como si con cada desaprobación de toda aquella gente, con cada mirada que parecía decirle a gritos «a ti lo que te pasa es que desde que saliste del hospital estás como una cabra y vas a acabar cobrando una pensión como no te andes con cuidado», pues bien, lejos de conseguir lo que pretendían y por una simple regla de tres que sólo él parecía comprender, era como si le estuviesen dando las pistas necesarias para poder continuar por el camino “correcto”. Como si le estuviesen iluminando una pista de aterrizaje únicamente “visible” para él.
Así que no fue hasta el 26 de octubre de 1958, esto es, hasta casi dos años después de su ingreso en el hospital, que Cero, vestido con un traje azul celeste y unos zapatos rojos de un material similar al charol pero que no era charol ni mucho menos (que más hubiese querido él) se dejó caer por el restaurante en el que había trabajado durante todo aquel tiempo, y con una sonrisa en los labios, les dijo muy educadamente a todos sus excompañeros que ya no iba a volver allí nunca más. Que aquella etapa de su vida había concluido y que por tanto, ahora tocaba volver a empezar. Luego Cero continuó diciendo algo así como que en cualquier caso les agradecía todo cuanto habían hecho por él (que faltaría más) pero que ahora se tenía que marchar a hacer algo que según calificó él mismo, era de una importancia capital. Su siguiente destino sería la casa de su viejo amigo y editor el Sr. William La Rochelle.
La Rochelle por su parte llevaba ya cerca de un año bien largo viviendo en Londres cuando Cero se presentó en la puerta de su casa vestido de papá pitufo ilustrado, y en cambio, únicamente media hora muy escasa desde que llegara de trabajar tras una larga jornada de reproches y continuos problemas que si para algo le habían servido, habían sido únicamente para producirle un dolor de cabeza ciertamente insoportable. No obstante y especialmente desde la marcha de Cero también a él las cosas se le habían puesto muy feas en la editorial donde ambos habían cooperado en el pasado, así que tampoco fue ningún acontecimiento excepcional que con algo del dinero que había conseguido, finalmente se decidiese por cambiar de continente emprendiendo así una nueva aventura comercial al mando de una nueva editorial esta vez enteramente suya.
En cuanto al libro que Cero le presentó como tarjeta de visita, no hace falta decirlo, fue todo un éxito.
Sin embargo lo que había hecho Cero con aquel libro, era algo que no era la primera vez que se hacía. Es decir, que no era nada nuevo ni que hubiese inventado él ni mucho menos pues un tal (-) según parece, ya lo había hecho algunos años antes aunque con algunas diferencias bastante notables sin duda. En cualquier caso lo que sí estaba claro es que esta aparente similitud en cuanto al estilo de uno y otro autor no impidió a Cero conseguir un gran éxito en un tiempo relativamente corto y de una forma además muy significativa entre la crítica literaria más especializada, hecho que permitió a su vez que a nadie se le ocurriera ni por asomo la idea de acusar a Cero de plagio puesto que los máximos entendidos en la materia no lo habían hecho. Ahora bien, ¿pero qué había hecho Cero? Pues bien, coger de aquí y de allá algunos pedazos de sus antiguas novelas (unas quince o veinte en total) para después y como si de un enorme puzzle se tratara, volverlas a montar pero en esta ocasión en un plano superior, mayúsculo, mucho más audaz y muchísimo más severo que en todas sus anteriores entregas. Pero aún hay más porque a la hora de hacer el mencionado montaje (y es aquí precisamente donde reside la diferencia entre ambos autores) Cero se las ingenió para no escribir ni una sola palabra, ni un solo punto, ni una sola coma. Asimismo señalar que todavía hoy y casi cincuenta años después ese libro llamado El Cubo de Rubbick (muchos lo habréis leído o como mínimo habréis oído hablar de él) sigue siendo de la misma forma que la extraña enfermedad de su autor, motivo inagotable de estudio y sorpresa para casi todos cuantos deciden a zambullirse en él.
Sigamos.
Un día, algunos años después de su publicación y en una de las escasas entrevistas concedidas por Cero para la televisión, alguien le preguntó a éste cómo se explicaba que hubiese conseguido unir tal cantidad de piezas en un plazo tan corto de tiempo, pero especialmente, a un nivel tan alto de perfección narrativa y argumental. Cómo y por qué en definitiva, su “Frankenstein” como muchos dieron en llamar a su obra a partir de entonces debido a su composición de literatura muerta, era tan bella a pesar de su más que evidente ausencia de fluidez compositiva. Fue precisamente entonces cuando Cero pronunció aquella célebre frase de: «¿Qué novela?» El Cubo de Rubbick por supuesto le respondió el locutor «¿El Cubo de Rubbick?» Volvió a preguntar Cero pero esta vez en un tono ya casi inquisitivo. Como si de algún modo le hubiese incomodado la pregunta que le estaban haciendo, o quién sabe, como si no se la hubiesen formulado del modo en que él la esperaba. «Sí» volvió a responder el presentador pero esta vez ya algo preocupado, indeciso sin duda ante la evidente insistencia de aquel sabelotodo del cual ya le habían advertido varias veces de hecho, que se fuese con mucho cuidado. Que en el momento menos pensado podía montarle una escena allí mismo y después desaparecer de repente arruinando con su fuga la entrevista y por supuesto también el programa que todo sea dicho, era en directo. Sin embargo y afortunadamente para el entrevistador Cero pareció comprender el apuro en el que éste se encontraba, y finalmente le hizo un favor respondiéndole en un tono muy pausado (casi para memos) que El Cubo de Rubbick eran todas, o dicho de otra manera, que El Cubo de Rubbick era únicamente una. Finalmente Cero continuó hablando de cosas como que “su proyecto” en realidad carecía de valor literario alguno, y que por tanto, todo análisis o intento de interpretación que fuese en ese sentido, le traía sin cuidado.
Fuese como fuese se había abierto la veda. La cuestión es que a partir de aquella entrevista muchos críticos y estudiosos de la obra de Cero comenzaron a plantearse el porqué de aquella enigmática respuesta referente a la unidad o multiplicidad de toda su obra. ¿Qué había querido decir con aquello de que el Cubo de Rubbick eran todas? ¿Y con lo de que el Cubo de Rubbick era únicamente una? ¿había insinuado Cero de alguna forma que todas las novelas que había escrito en su vida, dieciocho en total sin contar la última y mejor sin duda, no eran otra cosa que un preámbulo escrupulosamente meditado del gran Cubo de Rubbick? ¿Que en definitiva todo había formado parte de un plan urdido desde la mismísima adolescencia, y que desde el mismo inicio, o sea, desde el mismo momento en que había empezado a escribir su primera novela a los diecisiete años, ya sabía cómo iba a acabar todo, hasta el último detalle, hasta la última coma y el último punto? Así pues ¿Se podía llegar por tanto a la conclusión de que se trataba entonces de una novela total, de una de esas novelas-universo que era ni más ni menos que el trabajo de toda una vida? ¿O bien y por el contrario se podía llegar a afirmar que todo aquello no era más que una fanfarronada, los delirios de grandeza de un loco que siempre soñó con ser una estrella y de ahí que lo que intentase fuese tirarse un farol ahora que se le había presentado la oportunidad? ¿Que intentaba hacer creer que no había sido una cuestión de suerte, que no se trataba de una simple casualidad? ¿Era el Sr. Cero por tanto un escritor a la altura de Shakespeare, o del mismo Kafka al que él mismo había citado como influencia literaria, o se trataba en cambio de un simple oportunista, en pocas palabras, de un vulgar mentiroso? ¿Pero y su enfermedad, que pintaba en todo aquello? ¿Cómo y hasta que punto había sido real?
Fue precisamente como consecuencia de todas esas preguntas cuando aquella aparente unanimidad con respecto a la genialidad de Cero se partió en dos. Por ejemplo, un sector muy mayoritario de críticos y prensa especializada empezó a correr la voz de que lo que había hecho Cero había sido irse a vivir a alguna de las muchas islas que salpican el Mediterráneo, y que desde allí, seguramente riéndose de todos un poco al escuchar las barbaridades que sobre él y su obra se decían, se pasaba los días contando sus ganancias y pensando en cómo demonios lo iba a hacer para gastar tanto dinero como el que había ganado en el poco tiempo que le quedaba de vida. También aseguraba este mismo grupo de estudiosos que toda la historia de los “bestsellers” previos a su gran obra así como la enfermedad o incluso el mismo Cubo de Rubbick eran perfectamente disociables sino ficticios del todo (¡una auténtica patraña!) y que en realidad vida y obra, obra y vida, surgían como respuesta a un plan comercial perfectamente desarrollado en algún rascacielos neoyorquino con el único objetivo de ganar un montón de dinero con ello, factor éste sugerían, que explicaría además la difícil y más que probable composición informática de toda la obra.
Pero otro grupo por el contrario y aunque desde luego este fuese mucho menor en número pero no así en credibilidad pues entre sus miembros destacaba incluso algún que otro premio Novel de literatura, opinaba justamente lo opuesto. Que Cero no estaba en el Mediterráneo en plena fase de despilfarro como apuntaban sus adversarios, sino que se encontraba probablemente en África acabado y medio loco, pero en cualquier caso honesto y libre de toda especulación indigna en lo concerniente a su obra, y sin otro objetivo que el que alguien le echara un “par de huevos” y le pegase un tiro. Es más, según afirmaba también este segundo grupo de críticos, ese era el final que siempre había tenido preparado el bueno de Cero, y es que entre sus partidarios poco a poco se había ido extendiendo la idea de que ése era precisamente el tema-esqueleto de toda su obra; el suicidio-asesinato.
Pero toda esta controversia con respecto a la autenticidad o falsedad de su obra sólo fue posible hasta que hace poco tiempo de esto, unos diez años, un tipo, un psiquiatra casualmente también neoyorquino especializado en patologías mentales poco comunes, publicó un artículo titulado “El huevo o la gallina”, y mediante el cual, Moebius que así se llamaba el autor del mencionado artículo, en primer lugar planteaba la cuestión de que había dado pie a qué (si las diecisiete novelas previas al Cubo de Rubbick, o si por el contrario había sido el Cubo de Rubbick el que había dado lugar a las diecisiete novelas anteriores), y en segundo lugar, demostraba como la enfermedad de Cero así como sus ya de sobras conocidos efectos, eran muy reales, pues él sin ir más lejos había tratado en su propia consulta a algunos pacientes con el mismo problema cosa que podía demostrar cuando y cómo quisiera. Es decir, con nombres y apellidos si era necesario. Así que por tanto y si esto era cierto que parece que sí (y la prueba es que nadie ha sido al menos de momento capaz de salir al paso de tales afirmaciones) era posible llegar a la conclusión de que el doctor Deckland había estado equivocado, consecuencia número uno, y consecuencia número dos, que la enfermedad de Cero ni era nueva ni tampoco desconocida, aunque eso sí reconocía el propio Moebius, sí su víctima más célebre. El que mayores logros individuales había conseguido.
Pero el artículo del tal Moebius no acababa ahí porque, además de suscitar la polémica que os podréis imaginar, también en él se hablaba de otros casos que si bien no eran idénticos ni en cuanto a los síntomas ni en cuanto al desenlace de ésta en cada uno de ellos (diferentes todos y no más de cinco en total), por el contrario sí guardaban cierta similitud en otros aspectos muy próximos. Por ejemplo, en el artículo de Moebius también se mencionaba el caso de un asesino que le enviaron en cierta ocasión desde una penitenciaria del norte de Estados Unidos porque al parecer allí, en la enfermería de la cárcel, nadie se explicaba nada de lo que le pasaba a aquel recluso que mira tú por donde, ahora y en lugar de planear fugas o violar a sus compañeros lo cual hubiese sido en cierto modo el comportamiento lógico y normal de un recluso condenado a muerte tal y como era su caso, pues bien, ahora en cambio y tras detectársele le enfermedad, le había dado por estudiar medicina, psicología, derecho, y así sucesivamente, y todo ello como si tuviese la posibilidad de pasar al siguiente curso. O también, otro caso igualmente singular, el de un conductor de autobuses moscovita que un día y después de veinte años cubriendo exactamente la misma ruta (ni un solo cambio) va y así por las buenas se pierde con sus cincuenta pasajeros a bordo y sin recordar después nada de lo sucedido, para después, una vez restablecido y puesto de nuevo en circulación, comenzar a hacer la ruta pero esta vez en sentido contrario. Es decir, empezando literalmente por donde antes acaba y acabando por donde antes empezaba. O quizá el caso más desconcertante de todos, el de un niño japonés de tres años e hijo de una familia de profesores de lengua francesa concretamente, que tras comenzar a hablar en su lengua materna lógicamente, la japonesa, de un día para otro deja de hacerlo para pasados unos días comenzar de nuevo pero en esta ocasión en el francés de un adulto como mínimo licenciado en periodismo (¿).
Pero también y según este mismo artículo la causa de la enfermedad de Cero así como la de los otros pacientes que el doctor Moebius afirmaba haber tratado en su consulta neoyorquina hasta la extenuación, al parecer habría tenido su origen en una proteína llamada MS4, cuya misión dentro del cuerpo humano aún estaba por determinar aunque cada vez se estaba más cerca de una explicación. No obstante cada día que pasaba, cada pequeño descubrimiento hecho en una u otra dirección, permitía avanzar a pasos agigantados en la investigación panorámica de la enfermedad, y de ahí que ningún detalle subrayaba el mismo Moebius, fuese susceptible de ser pasado por alto. De modo que esta proteína en principio fantasma a la cual Moebius no parecía tener ningún reparo en señalar con el dedo, era según todas las hipótesis, la culpable de una especie de desaceleración psíquica muy poco común, e incluso en algunos casos como el de Cero, la causante de un retroceso que podía llegar a ser extremo y muy radical. También afirmaba Moebius en su artículo que este desaceleramiento era mayor o menor en función de la capacidad intelectual del enfermo en cuestión, y que como es lógico suponer, a mayor inteligencia del individuo afectado, mayor era también el grado de retroceso al que ese mismo individuo se veía expuesto. Pudiendo llegar como en el caso de Cero hasta el mismísimo momento de su nacimiento, o incluso, porqué no, era una posibilidad, a una parálisis irreversible.
Pero para lo que no tenía tantas respuestas en cambio Moebius (y de hecho él mismo lo reconocía sin ningún tipo de tapujos) era para el rebote de ese retroceso del que él mismo hablaba, y que en el caso de Cero por ejemplo, haría cambiar definitivamente su personalidad y enfoque a la hora de retratar el mundo como ya hemos podido observar mediante algunos ilustrativos ejemplos. No obstante el Cubo de Rubbick era según el mismo Moebius la más clara evidencia de todas de esa mutación de la personalidad que todos los pacientes, sin excepción, sufrían aunque de muy diferente forma y en muy diferentes grados. Por otro lado recalcar igualmente que de las palabras de Moebius también se desprendía (y de hecho él personalmente parecía estar plenamente convencido de ello) que en poco tiempo quizá (en un par de años a lo sumo parecían ser sus cálculos más pesimistas) podrían comenzar a comprenderlo cuanto menos en una pequeña parte (y aquí hablaba más de una esperanza que de una realidad) y de ahí quizás que incluso se atreviese a dar ya casi por hechos, ciertos avances científicos de enorme trascendencia.
Ahora bien, en cualquier caso lo que sí quedó muy claro a partir del mencionado artículo (de hecho marcó un antes y un después en todo lo referente a lo que a la obra de Cero se refería) fue que su obra y hubiese sido “ayudada” o no por la famosa proteína MS4, de ningún modo podía ser el resultado de estrategia comercial alguna como tantas veces se había dicho, mientras que por el otro lado habría venido a desmontar la tesis de todos aquellos que sostenían que el Cubo de Rubbick era una genialidad sin más, la obra por así decirlo, de un personaje único y exclusivo, con lo cual ambas líneas de investigación, tanto la de sus detractores como la de sus seguidores más acérrimos, habrían quedado en entredicho. Es más, simplemente eran las últimas palabras de Moebius en aquel artículo antes de que lo firmase con su nombre, abajo, a la derecha, habría sido el hecho de desaprender, lo único que le habría permitido después aprender de cero aunque esta vez sabiendo todo lo que ya sabía anteriormente. Es decir, que Cero al escribir el Cubo de Rubbick debió poseer algo así como la experiencia y sabiduría de un escritor de doscientos años de edad, y de ahí la perfección arquitectónica e industrial de toda la obra.